sábado, 20 de junio de 2015

Abstencionismo y anulismo

En circunstancias de una profunda crisis de legitimidad, abstencionismo o anulismo pueden ser sumamente útiles. Esta conclusión me ha llevado en el peor de los escenarios a pensar que es preferible votar por el menos malo que dejar de votar o  votar nulo.

Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México

Escribo estas líneas cuando en México  se siguen procesando los resultados del proceso electoral del 7 de junio de 2015 y cuando en Guatemala se arriba a la octava semana de manifestaciones y marchas que exigen la renuncia de Pérez Molina. Mientras en México el abstencionismo rondó al 50% del padrón electoral y el anulismo casi llegó 5% de los votos emitidos, en Guatemala las demostraciones populares revelan repudio al presidente y a los partidos políticos. Las demandas por una reforma electoral en Guatemala y el proselitismo  por el anulismo en México, son ocasión para reflexionar sobre abstencionismo y anulismo.

Confieso que tengo reservas hacia ambos. Desde hace muchos años, he observado  cómo un sector de izquierda hace reiterados llamados al abstencionismo con la esperanza de deslegitimar profundamente al orden establecido.   Y también he advertido que al conocerse los resultados electorales,  en ocasiones se esgrimen las cifras de abstencionismo como repudio popular.
El problema que yo veo en estas aseveraciones es que el abstencionismo no necesariamente significa repudio al sistema político. Puede significar más bien una suerte de consenso pasivo expresado en indiferencia, apatía y despolitización. Todo lo contrario a la rebeldía.  Y el orden establecido y la clase política  pueden llegar a sentirse muy cómodos con ese abstencionismo y usarlo a su favor. Las posibilidades transformadoras del abstencionismo sólo las he visto en la literatura, precisamente en el “Ensayo sobre la lucidez” de José Saramago. Lo que en el mundo real casi siempre sucede es todo lo contrario: los partidos con más voto duro o más posibilidades de acarreo de votantes o más posibilidades de compra del voto, son los que resultan más beneficiados con la abstención electoral.

Hay otra manera más asertiva de manifestar el repudio a los partidos o al sistema político: el voto nulo. A diferencia del abstencionismo, el anulismo sí expresa de manera explícita el repudio. Sin embargo,  para tener resultados significativos tendrían que suceder al menos dos hechos: un porcentaje significativo con respecto al total de votos emitidos o bien una penalización  significativa a los partidos participantes por no haber concitado simpatía alguna en una porción del electorado. Hasta donde yo sé, en la mayoría de los países eso no sucede.

En síntesis, abstencionismo o voto nulo la mayor parte de las veces no resultan significativos. No puede absolutizarse lo que acabo de decir. En circunstancias de una profunda crisis de legitimidad, abstencionismo o anulismo pueden ser sumamente útiles. Esta conclusión me ha llevado en el peor de los escenarios a pensar que es preferible votar por el menos malo que dejar de votar o  votar nulo. En 2011 cuando las opciones eran Pérez Molina o Baldizón,  me hizo pensar que estábamos entre cáncer o sida. En el mejor de los casos, puede suceder que una opción sea mejor que las otras. Esto fue lo que sucedió en el pasado proceso electoral en México.

Votar, abstenerse, anular. Casi siempre me inclino por lo primero. Pero sobre todo, por construir una nueva alternativa. Para poder votar por el mejor.

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