sábado, 18 de abril de 2015

Nos quedamos sin Eduardo Galeano

Los que leímos a Galeano pudimos disfrutar de la belleza con la que hilaba las palabras,  pero al mismo tiempo barruntamos una enorme condición humana que iluminaba con colores distintos todo lo que con esas palabras tocaba. Eduardo Galeano  nos llegó hasta el fondo del alma no solamente en sus textos políticos sino porque también volvió humana y llena de amor su reflexión política.

Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México

El escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Siempre que se va  una voz de referencia como lo fue y seguirá siendo Eduardo Galeano nos sentimos huérfanos. Relativamente pocos de los que hoy escriben contritos por la muerte del gran escritor uruguayo,  tuvieron el privilegio de conocerlo personalmente y aun ser sus amigos. En las últimas horas he leído breves textos de sus admiradores que lo recuerdan haber visto en una conferencia, haber estrechado su mano ocasionalmente, haberse topado con él en el elevador de algún edificio. La mayoría de nosotros nunca lo vio personalmente, nunca habló con él, nunca estuvo físicamente cerca de él. Y sin embargo, a Eduardo Galeano sus lectores siempre lo sentimos cerca y lo llegamos a querer.  Eduardo Galeano, como también lo fue el otro gran uruguayo Mario Benedetti, tuvo la virtud de ser un escritor que hacía sentir a sus lectores muy cerca, casi en la intimidad.

Los que leímos a Galeano pudimos disfrutar de la belleza con la que hilaba las palabras,  pero al mismo tiempo barruntamos una enorme condición humana que iluminaba con colores distintos todo lo que con esas palabras tocaba. Eduardo Galeano  nos llegó hasta el fondo del alma no solamente en sus textos políticos sino porque también volvió humana y llena de amor su reflexión política. Y transformó en político lo humano y el amor. Su gran obra probablemente fue “Las venas abiertas de América latina”, el libro que alguna vez Hugo Chávez le regaló a Barack Obama con la esperanza acaso vana de que lo leyera. Pero debido a mi patria de origen, el libro con el cual yo conocí a Galeano fue “Guatemala, país ocupado” leído por mí cuando apenas salía de la adolescencia. Probablemente miles de guatemaltecos hayan leído  ese libro y se hayan quedado  con la memoria del drama que en sus páginas logró captar el en ese entonces joven escritor uruguayo.

Cuando publicó “Guatemala, país ocupado” Galeano tenía 27 años y tenía 31 cuando vio la luz “las venas abiertas de América latina”. Desde entonces el escritor uruguayo escribió miles de páginas, entre ellas su magna obra “Memoria del Fuego”.   En algunas de esas páginas hizo de la brevedad el ejercicio de una extraordinaria maestría.  Lo podemos advertir en “Los hijos de los días” donde la recuperación de historias de heroicidades se combina con la ironía y el diestro manejo de lo insólito. Esa ironía de lo insólito  se sintetiza en algo que alguna vez dijo: “No sólo Estados Unidos, sino algunos países europeos han sembrado dictaduras por todo el mundo. Y se sienten como si fueran capaces de enseñar lo que es democracia”.

Habiendo superado en 2007 una cirugía por cáncer de pulmón, Eduardo Galeano empezó a reflexionar sobre la muerte. Coincidiendo con Luis Cardoza y Aragón, quien alguna vez escribió que “la muerte siempre llega tarde”, Galeano dijo que a veces la muerte le resultaba indiferente porque nacimiento y muerte eran hermanos, “hay nacimientos para confirmar que la muerte nunca mata del todo”.

Por ello,  para Eduardo Galeano la muerte fue  mentira.

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