sábado, 13 de septiembre de 2014

Guatemala: Un incidente que pone el tema del racismo sobre la palestra

En San Juan la Laguna, un pequeño pueblo asentada a orillas del idílico lago Atitlán, en el corazón del territorio indígena, se asentó hace algún tiempo una comunidad de judíos ortodoxos. Su expulsión por parte de las comunidades indígenas abrió un debate en Guatemala, que pone al descubierto la ideología dominante del racismo.

Rafael Cuevas Molina /Presidente AUNA-Costas Rica

Indígenas y judíos en San Juan la Laguna.
En el altiplano occidental guatemalteco, tierra de altas montañas y mesetas frías, se encuentra aglutinada una buena parte de la población indígena de origen mayance del país. Esos territorios fueron escenario de los más cruentos episodios en dos momentos históricos definitorios para la historia del país: el de la conquista, cuando las huestes españolas invadieron en el siglo XVI el territorio de lo que hoy se conoce como Guatemala, y el de la reciente “guerra interna”, que durante la década de los ochenta degeneró en un verdadero genocidio llevado a cabo por el Ejército de Guatemala contra la población indígena.

Esta población indígena, que en su conjunto llega a ser más o menos la mitad de los habitantes de todo el país, agredida militarmente en esos dos momentos históricos pero no solo en ellos, ha sobrevivido tenazmente, al igual que otros pueblos indígenas en otros países de América Latina, como Ecuador, Perú y Bolivia, en unas condiciones de explotación y marginalidad impropias del siglo XXI, y que más bien muchas veces recuerdan las condiciones de vida coloniales que vivió el país durante 300 años.

Para la Corona española, la principal riqueza que encontró en el territorio guatemalteco fue la fuerza de trabajo. En efecto, a pesar de la drástica disminución de la población indígena que habitaba la zona a la llegada de los españoles (de hasta un 75% en menos de 100 años), los europeos gozaron de los frutos de su trabajo que explotaron en encomiendas y repartimientos. Para ello, organizaron a la sociedad en “compartimientos” que convivían separados: por un lado “los indios” y por otro los españoles.

“Los indios” encontraron, como otros pueblos del mundo en circunstancias similares, un baluarte de resistencia a esa situación en su cultura. Muchos no quisieron aprender o, simplemente, hablar en español; mantuvieron usos y costumbres cotidianas, religiosas y festivas que los diferenciaban pero que, al  mismo tiempo, les brindaban cohesión y resistencia.

La sociedad española y su heredera después de la independencia, la sociedad ladina, es decir, la de aquellos que se consideran no-indígenas, armaron una estructura ideológica para justificar la explotación a la que sometían a los indígenas. Esa ideología fue, en su núcleo esencial, racista: “el indio” es pobre porque es tonto, sucio, ignorante, feo y traicionero. Se merece, pues, su suerte.

Ese racismo es ideología dominante en el país, lo que quiere decir que los que la practican la viven como natural, a tal punto, que, como el pez con el agua en la que vive, no se dan cuenta que existe. Se ofenden, claro está, cuando se les tacha de racistas, y elaboran teorías y se pertrechan de baterías de justificaciones para demostrar que los racistas no son ellos sino los otros, “los indios”, que hablan en sus idiomas ancestrales frente a ellos excluyéndolos de la comprensión de lo que dicen: “indios racistas”.

En San Juan la Laguna, un pequeño pueblo asentada a orillas del idílico lago Atitlán, en el corazón del territorio indígena, se asentó hace algún tiempo una comunidad de judíos ortodoxos. Llegaron, pues, al centro del territorio de la resistencia cultural indígena aprendida y practicada durante siglos. No solo eso: llegaron a un territorio en el que aún no se han borrado las huellas del genocidio perpetrado hace tan solo unos 30 años y que ha dejado hipersensibles a todos. Y llegaron con una forma de ser distinta, que los lugareños catalogaron como hostil, aunque  un observador externo tal vez podría catalogarlos como gestos menores sin mayor importancia: no saludaban, hablaban poco con la población, los varones se bañaban desnudos en el lago, eran groseros en las tiendas a donde acudían.

Molesta, la comunidad decidió echar a ese cuerpo que consideró extraño y molesto.

La “comunidad nacional”, es decir, los que no son indígenas en Guatemala, por su parte, saltó inmediatamente y acusó de racistas a los habitantes de San Juan la Laguna, se solidarizó con los pobres judíos y, algunos, en el colmo del enardecimiento, los acusaron de antisemitas.

Los pájaros tirándole a las escopetas.

La comunidad de San Juan la Laguna no echó a los judíos por ser judíos, sino porque llegaban como un cuerpo extraño a una comunidad que ha hecho de su forma de ser, es decir, de su cultura, su principal forma de sobrevivencia. Literalmente. Sin su cultura posiblemente no estarían sobre la faz de la tierra como lo que son, serían otra cosa, tal vez no-indígenas, cualquier cosa menos lo que son, y por eso, todo lo que la amenace es un peligro.

Eso no es ser racista. Es mantener vivos los mecanismos de supervivencia a los que los ha orillado la sociedad nacional en la que viven que, ella sí, es terriblemente racista.

Y ojalá que no dejen que se les adormezcan esos instintos porque si no, sí estarían fritos. Con judíos o sin judíos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esperemos que dentro de 1948 años, es decir, en el año 3962, no venga otra sociedad de naciones a instalar a la fuerza a los descendientes de los que ahora partieron, argumentando que en 2014 los echaron de su tierra prometida: San Juan la Laguna.