sábado, 3 de mayo de 2014

La “guerra contra las drogas” en la política exterior y de seguridad de EE.UU. hacia “Nuestra América” (2013-2021)

El mantenimiento de la militarización de la guerra antidroga por los sucesivos gobiernos estadounidenses de Reagan al presente, demuestra la prioridad que le otorga la élite del poder del Estado-Nación-Imperio, a la guerra contra las drogas en la política exterior y de seguridad hacia “Nuestra América”.

Alejandro L. Perdomo Aguilera / Especial para Con Nuestra América
Desde La Habana, Cuba

Introducción

La Administración de Barack Obama asumió el gobierno con el reto de cambiar, al menos en términos de imagen pública, el rostro militarista y unilateralista de su predecesor, George W. Bush (2001-2009). Para ello, su gobierno ha aplicado como doctrina de la política exterior y de seguridad, al “poder inteligente” (smart power) [1] y las tres D, entendiendo la Diplomacia y el Desarrollo como complemento de la Defensa.

En tal sentido, el gobierno de Obama ha intentado complementar los retos de la economía, con las acciones en los campos diplomáticos y de seguridad. Con ello se concibe que si bien la economía está en el centro de la política exterior y de seguridad, se utiliza la diplomacia y los acuerdos de seguridad para fortalecer la economía, consolidar la hegemonía y renovar el liderazgo estadounidense en “Nuestra América”.

Manteniendo una lógica entre la teoría y la práctica político-diplomática y de seguridad, puede considerarse que el “smart power” contiene la metodología adecuada para mejorar la capacidad de diálogo, tanto entre aliados como de adversarios en la región. En estas relaciones se hace énfasis en el poder de negociación, a partir de la persuasión y la atracción de países influyentes y de sectores claves para favorecer los intereses de dominación de Estados Unidos.

 Desde esa perspectiva, el gobierno de Obama se ha orientado hacia una política exterior y de seguridad que atienda los retos fundamentales de ese Estado-Nación en los próximos años. El nuevo contexto internacional y regional presenta retos que debe enfrentar EE.UU. en la economía, y en las políticas domésticas e internacionales que deberá reajustar, para preservar el liderazgo internacional.

En la agenda exterior y de seguridad se aprecia un incremento del interés por el trabajo en la promoción del desarrollo, los derechos humanos y la seguridad ciudadana. También se perfilan las acciones diplomáticas, económicas y de seguridad, mediante un uso más dinámico y creativo del poderío informacional y la capacidad de influencia de ese Estado-Nación como fórmula para captar y hacer cooperar a un mayor número de países de la región, en favor de sus intereses geoestratégicos.

En consecuencia, se afianzan las relaciones diplomáticas, comerciales y de seguridad con países como México, Colombia, Perú y Chile, consolidando el eje del Pacífico. Con ello se pretende el mejoramiento de la credibilidad internacional y la reducción de los excesivos gastos militares. No obstante, la reducción de los gastos de seguridad no se comporta de forma homogénea en las subregiones de Latinoamérica y el Caribe, así como en las diferentes partidas del prepuesto del Departamento de Defensa y el Estado.

Independientemente de los reajustes del presupuesto nacional, el gobierno estadounidense ha continuado desarrollando los programas de seguridad, dándole curso al Plan Colombia, la Iniciativa Mérida, la Iniciativa de Seguridad Regional para América Central (CARSI) y la Iniciativa de Seguridad para la Cuenca del Caribe (CBSI). En la continuación de la asistencia de seguridad en la región ha sido clave la relación establecida entre Washington y el gobierno de Colombia presidido por Juan Manuel Santos; apreciándose a ese gobierno como un “socio fundamental para la cooperación en seguridad regional”, en el entrenamiento de fuerzas de seguridad de otros países del área en la lucha contra las drogas. (White House, 2013)

Según el gobierno de Obama, “Colombia ha evolucionado hasta transformarse en un exportador regional de preparación especializada en materia de seguridad y está compartiendo sus conocimientos a fin de ayudar a desarrollar la capacidad de los demás países para mejorar la seguridad ciudadana y hacer frente a los efectos del crimen organizado transnacional, incluido el tráfico de drogas ilegales.” (White House, 2013)

Esa tendencia se corresponde con la visión de “responsabilidad compartida” que intenta otorgarle Washington a la securitización de las relaciones con la región. En esa dinámica, las fuerzas de seguridad trabajan más en la preparación de los efectivos policiales y militares a la usanza estadounidense, lo que por una parte recorta los cotos económicos y disminuye las consecuencias en términos mediáticos y político-diplomáticos.

Como complemento de la proyección imperial hacia la región, se recalcan las amenazas globales sobre las que la diplomacia debe trabajar desde el Departamento de Estado y la USAID. En las acciones diplomáticas se aprecia un creciente uso del sector privado, con el empleo de contratistas y subcontratistas (civiles y militares). Este fenómeno privatiza elementos estratégicos de la seguridad y la economía en los países de la región; reducen las opciones de los gobiernos nacionales para mitigar la influencia estadounidense.

En el orden diplomático, se aprecia un trabajo más dinámico con la sociedad civil (Acanda, 2002), con un mayor uso de instrumentos diplomáticos, jurídicos, culturales e informacionales como complemento de la seguridad; partiendo de la comprensión de las diferentes culturas y realidades de cada país, para así poder lograr los intereses estadounidenses.

Ante los difíciles retos económicos que enfrenta EE.UU.se aboga por una mayor cooperación con otros gobiernos e instituciones, aunque Washington mantiene su papel de liderazgo. Ello se corresponde con las necesidades económicas y con la envergadura de problemas globales como el terrorismo, el tráfico ilícito de drogas y otros delitos conexos, que ameritan de una atención más colectiva. Para ello se impulsan los temas relacionados con los derechos humanos, la seguridad humana y la responsabilidad de proteger; con una clara inclinación a los intereses geoestratégicos del gobierno estadounidense. Estas medidas actualizan la proyección exterior del imperio a las nuevas circunstancias internacionales

Los temas fundamentales para la región se concentrarán en: la promoción de oportunidades socioeconómicas, estrechamente vinculado al trabajo en la llamada “ayuda al desarrollo”, “los derechos humanos”, la “gobernabilidad democrática”, la “seguridad ciudadana”, y la “lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”. (Valenzuela, 2011)

Las tendencias político-diplomáticas manifiestan rasgos de continuidad en cuanto a los temas priorizados hacia el Hemisferio Occidental. Ello está en concordancia con los criterios que manifestara el ex Subsecretario[2] de Estado para la región, Arturo Valenzuela, al considerar: “(…) los conceptos sobre los que se sustenta el QDDR guiarán también nuestra estrategia de “participación dinámica”, que pretende impulsar los intereses de Estados Unidos en colaboración con toda América Latina, y a la vez reconoce la importancia de adecuarse a diversas necesidades e intereses.” (Valenzuela, 2011)

Siguiendo los objetivos prioritarios para la consolidación del liderazgo estadounidense; la política exterior promueve la democracia representativa y la economía de mercado. En este sentido se reconoce la necesidad de una “interdependencia compleja”, que perpuetúe el liderazgo estadounidense sobre el sistema-mundo.

En líneas generales, pudiera caracterizarse la agenda internacional de la Administración Obama, por la preservación y consolidación del régimen imperial, basado en un uso efectivo de los instrumentos del poderío nacional. Para ese objetivo, se trabaja para que la diplomacia y la “ayuda al desarrollo” sean efectivos complementos de los temas de seguridad, otorgándole credibilidad a través de la promoción del desarrollo y una relación con Latinoamérica y el Caribe más ajustada a la realidad de cada subregión y país.

La guerra contra las drogas en la geoestrategia de Washington hacia Nuestra América

Las drogas han evolucionado paralelamente con la sociedad en esta compleja y cada día más interconectada “aldea global”. Tras años de enfrentamientos militarizados de Estados Unidos, el agravamiento de los problemas de producción, trasiego y consumo han incrementado la criminalidad y la violencia en los países más afectados de América Latina y el Caribe.

Por el contrario de los objetivos enunciados, la permanencia de esta guerra ha limitado las alternativas de desarrollo, en un clima de debilidad político-institucional que fractura el Estado de Derecho y la “gobernabilidad democrática”. Ante estas circunstancias, resulta necesario precisar el término de “guerra contra las drogas”, el cual se entiende en este trabajo como las políticas y medidas antidrogas de EE.UU. que tienen una orientación hacia diversos objetivos de dominación geoestratégica en la región, por lo que no se limitan al control del trasiego de drogas ilegales hacia ese país.

Sobre este término, se asume la definición realizada por las académicas Coletta Youngers y Eileen Rosin, quienes precisaron: “(…) El presunto “enemigo” no es un ejército organizado que puede identificarse y vencerse, sino el soporte al tráfico de drogas constituido por un conjunto de fuerzas socioeconómicas. La mentalidad de la guerra contra las drogas asegura que los recursos estadounidenses asignados al control del narcotráfico se encuentren sesgados a favor de la interdicción de los esfuerzos realizados por las fuerzas del orden público.” (Youngers & Rosin, 2005, pág. 17)

Tomando en cuenta ese análisis, vale la pena reconsiderar los fallos y limitantes que han permanecido década tras década y el porqué, pese al manifiesto fracaso, el gobierno estadounidense no define cambios trascendentales hacia una política antidrogas más viable. Las difíciles realidades que viven hoy las provincias y regiones más afectadas por el flagelo de las drogas, reclaman cambios dónde todo nicho de colaboración resulta necesario. Pero esa colaboración debe rebasar de una vez los pilares militaristas; acudiendo hacia aquellas esferas que pueden combatir de raíz, los incentivos que sostienen y desarrollan el crimen organizado trasnacional vinculado al tráfico ilegal de drogas y sus delitos conexos.

Sin embargo, tratar los nuevos problemas que concurren hoy -como consecuencia del tráfico ilegal de drogas y su militarizado enfrentamiento- con las viejas fórmulas resulta más que obtuso, descontextualizado de la realidad que enfrenta la región. Ante un panorama que registra gran dinamismo del trasiego de drogas sintéticas y precursores químicos, con un mapa del consumo regional que ha sufrido el efecto globo del negocio; esparciendo los cárteles y adictos hacia toda la región, deben fortalecerse la colaboración entre los países de la región y Estados Unidos, desde una óptica que considere las peculiaridades históricas y culturales de cada país y subregión.

El llamado efecto globo, al decir de Bruce Bagley (Bagley, 2011) como el desplazamiento de los grupos criminales de un lugar a otro debido a los operativos en el lugar donde se encontraban, ya ha invadido el negocio de las drogas ilícitas; convirtiéndolo en un fenómeno cuya producción, trasiego, comercialización y consumo está globalizado. En esas circunstancias, debe atenderse el fenómeno de las drogas como un tema de seguridad pero, también, como un problema de salud; viendo en ambos casos las múltiples implicaciones que tienen para la sociedad civil, los gobiernos, las instituciones, el Estado de Derecho, los derechos humanos y la democracia..

La corrupción política y administrativa seducida por los grupos de narcotraficantes, han transnacionalizado el crimen organizado a niveles que hacen fracasar aquellos enfrentamientos que pretenden partir de una visión unidireccional, incluso si la misma parte del gobierno de Estados Unidos. Por tanto, se requiere de una colaboración dinámica y racional, donde no se politicen los temas de seguridad y salud pública, al punto que puedan culminar lacerando paz y el desarrollo.

Uno de los temas de mayor preocupación con el efecto globo de las drogas en Latinoamérica y el Caribe es el aumento del consumo en países pobres, con bajos índices de seguridad como los de Centroamérica. La extensión de estos problemas hacia ese tipo de países, perpetúa la violencia y criminalidad. Paralelamente, se restringen las alternativas de desarrollo y reproducción de la vida; reduciendo a su vez las posibilidades de diseñar políticas de enfrentamiento y seguridad pública viables.

América Central y el Caribe continúan siendo las grandes áreas de tránsito para la cocaína traficada desde América do Sul hacia el mercado de América del Norte. El tráfico de cocaína por la sub-región del Caribe está aumentando, después de presentar una disminución en los últimos años. El efecto desestabilizador provocado por el tráfico de drogas en la seguridad regional aumentó y la región fue afectada por conexiones entre el tráfico de drogas y la violencia relacionada a tales sustancias. (JIFE, 2013)

En el acrecentamiento de los problemas derivados del negocio de las drogas tienen una alta responsabilidad el mercado, que continúa liderado por Estados Unidos. Esta situación compromete al gobierno de ese país en el proceso de enfrentamiento y canalización de fondos para la promoción de alternativas al desarrollo hacia los países y subregiones más afectadas. Sin embrago, esta responsabilidad no sólo debe ser compartida sino también diferenciada; atendiendo a las peculiaridades de cada país, cuidando que las asimetrías existentes no resquebrajen más la institucionalidad, el Estado de Derecho y la seguridad ciudadana de los pueblos latinoamericanos y caribeños.

A la luz de más de cuatro décadas del que el presidente Ronald Reagan fijara a la guerra contra las drogas como prioridad para su proyección hacia la región, los problemas asociados al tráfico ilícito de drogas y sus delitos conexos, se han fertilizado. Los índices de producción, trasiego y consumo que hoy registra Nuestra América, reflejan el fracaso de la militarización defendida por Washington. No obstante, el gobierno de EE.UU. persiste en alentar el Complejo de Seguridad Industrial a partir de la lucha antidroga.

Cambios y continuidades de la lucha antidrogas de EE.UU. hacia la región

La lucha antidroga ha adquirido cambios importantes en la Administración de Barack Obama (2009-2017), que incidirán en la forma de encarar y percibir el problema de las drogas, tanto en el segundo mandato de Obama como en el del Presidente que lo sustituirá entre 2017 y 2021. Sin embargo, los matices en la forma de desarrollar esta cruzada no conllevan necesariamente a una reforma integral de las políticas “antinarcóticos”. Por el contrario, estas reformas se orientan a encubrir la impunidad y la violencia generada por las fuerzas militares, policiales y privadas, que actúan en los países más afectados de América Latina y el Caribe.

Siguiendo la historia de guerrerista contra las drogas se perciben como consecuencias más lamentables; el manifiesto fracaso respecto a la reducción del “narcotráfico” y la penetración político, militar y diplomática en la región. Pero esta guerra ha presentado algunas modificaciones en los últimos años, fundamentalmente en la forma en que se proyectan el binomio del Pentágono y el Departamento de Estado, y sus más fieles agencias: la DEA y la USAID.

El Buró Federal de Investigaciones (FBI) y la Administración de Cumplimiento de Leyes sobre las Drogas (DEA) vienen consolidando sus nexos en la lucha contra el tráfico ilícito de drogas (TID) en la región desde finales del segundo mandato de Ronald Reagan (1985-1989). En ello se ha acrecentado la participación de las Unidades de Investigación Confidencial (SIU)[3], que son “(…) son grupos ultra secretos de agentes élite, casi siempre policiales, de la región que son equipados, entrenados y sometidos a escrutinio por parte de agentes de la DEA. Sus integrantes deben pasar por indagaciones de antecedentes, y someterse periódicamente al polígrafo y a pruebas por consumo de drogas. (…) Las SIU tienen acceso a las bases de datos de inteligencia de la DEA.” (Isacson, Haugaard, Poe, Kinosian, & Withers, 2013, pág. 9)

A ellos se le suman, en franca alianza con sus embajadas en la región, las acciones desplegadas desde la CIA y el Comando Sur o Meridional, en el incremento del uso que tienen en el segundo mandato de Obama (2013-2017), las Fuerzas Especiales Inter-Agencias Conjuntas Sur (JIATF-S), un componente del Comando Sur que opera desde Key West, Florida, y los medios no tripulados (drones). Estas se complementan con las Fuerzas Especiales Bravo, ubicadas en Honduras; las Fuerzas Navales Sur (también conocidas como la Cuarta Flota), y las Fuerzas de la Marina Sur, así como las agencias dependientes del Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, que incluyen la Guardia Costera y la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU.

Estos cambios dan una medida de la trasformación de la militarización que está ocurriendo en EE.UU. y que, sin dudas, trascenderán el periodo de Obama sea republicano o demócrata el presidente de que lo sucederá el 20 de enero de 2017. Ello tiene su reflejo en la una securitización de la “guerra contra las drogas” que cuenta con un personal más capacitado y mejor equipado y, por tanto, no precisa de un gran número de efectivos. 

En esta dinámica la DEA está empleando a los Equipos de Apoyo en Asesoría Destacados en el Exterior (FAST). “FAST es un programa táctico de ofensiva que despliega escuadrones de aproximadamente 10 agentes de la DEA con entrenamiento militar en todo el mundo. Los FAST han sido destacados al menos en 15 oportunidades en América Latina, y han estado presentes en cinco países: Haití, Honduras, República Dominicana, Guatemala y Belice.” (Isacson, Haugaard, Poe, Kinosian, & Withers, 2013, pág. 9)

El despliegue de las Fuerzas de Operaciones Especiales sobre diversos países manifiestan un cambio de forma, mas no de contenido en cuanto a los propósitos geoestratégicos de Washington. Por el contrario, continúa la visión intransigente respecto a una reforma integral de las políticas antidrogas, que tomen en cuenta las características de los países de la región así como los verdaderos niveles y tipos de consumo tanto en Latinoamérica y el Caribe como en Estados Unidos.

Paralelamente, el debate por una mayor tolerancia al consumo de la marihuana gana espacios al interior de Estados Unidos. “Actualmente, 18 estados y el Distrito de Columbia permiten el uso de la marihuana como un medicamento. Esta es una medida mucho más amplia que la simple despenalización porque incluye que el estado aprueba la venta para fines medicinales. A la vez, cuatro Estados (California, Washington, Colorado y Oregón) han considerado iniciativas para legalizar la marihuana. El 6 de noviembre de 2012, votantes en dos de ellos, Colorado y Washington, aprobaron nuevas leyes para regular e imponer impuestos a esta sustancia.” (OEA, 2013, pág. 69)

Evidentemente el tráfico las armas de fuego, la guerra contra carteles y la diseminación de la violencia y la criminalidad en la región, valoriza la necesidad de reformas hacia una mayor tolerancia, ante el obstinado enfoque unidireccional con que tradicionalmente se ha orientado la política antidroga estadounidense.

Las políticas de mayor tolerancia son defendidas por varios gobiernos Centroamérica, Suramérica y el Caribe han entrado al debate sobre la despenalización y legalización o no del cannabis (marihuana), esta última subregión a través de la CARICOM. Para ello se parte de la lógica de legalizar los aspectos menos nocivos en los países más afectados, atendiendo a las particularidades de cada país, sus culturas y situaciones sociopolíticas e institucionales. Para ello se tienen en cuenta los índices generales del consumo de la marihuana. Según la UNODC: “El cannabis sigue siendo la sustancia ilícita más consumida en el mundo. Se registró un pequeño aumento de la prevalencia de consumidores de cannabis (180,6 millones, es decir, el 3,9% de la población de 15 a 64 años de edad) en comparación con las anteriores estimaciones en 2009.” (UNODC, 2013)

La situación caribeña resultará de gran atención en los próximos años (2015-2021) por la reactivación de esa zona como ruta de trasiego de drogas, lo que ha manipulado a su favor Washington para incrementar la militarización del área del Gran Caribe, a partir de la Iniciativa de Seguridad Regional para América Central (CARSI) y la Iniciativa de Seguridad de la Cuenca del Caribe (CBSI). En tal empeño se ha incrementado el empleo de drones y Fuerzas de Operaciones Especiales. Según los datos del Informe del Informe Comando Sur de 2014, en 2013 el flujo de la cocaína destinada a Estados Unidos a través del corredor del Caribe aumentó a 14 % del flujo total estimada. (US. Southcom, 2014)

En el despliegue estadounidense sobre las costas del Caribe y el Golfo de México se ha resaltado la Operación Martillo desde enero de 2012. Ello se “justifica” con el creciente trasiego de drogas por la zona. “Los Estados Unidos estimaban que, en 2012, más del 80 por ciento del flujo principal de cocaína traficada hacia este país, transitaba inicialmente a través del corredor de América Central”, señala el Informe de Estrategia para el Control Internacional de Estupefacientes del Departamento de Estado para 2013” (INCSR , 2013) Esta cifra es superior según del jefe del Comando Sur, general John Kelly, quien considera que  “ (…) un volumen estimado de 92-94 por ciento de la cocaína destinada a los EE.UU. aún fluye a través de América Central, de hecho, en 2012, según el Comando Sur, mediante la Operación Martillo interceptó152 toneladas de cocaína”. (Southern Command, 2013)

Para profundizar el cuidado de Centroamérica y el Caribe, el Comando Sur ha desplegado dos iniciativas subregionales: la CARSI y la CBSI. La CARSI cuenta con el apoyo de la Oficina de Asuntos Internacionales sobre Estupefacientes y Fiscalización (INL) del Departamento de Estado, del FBI y respalda las Unidades Transnacionales Anti-Pandillas (equipos TAG), las cuales son unidades policiales en El Salvador, Guatemala y Honduras (Triángulo Norte),que comparten información sobre las actividades de los grupos de narcotraficantes.

Llama la atención en medio de los recortes presupuesto militar, se incrementen las partidas de dinero en asistencia en seguridad para las Fuerzas de Operaciones Especiales y las Iniciativas de Seguridad para Centroamérica, el Caribe y Perú. En el caso peruano, viene a consolidar el posicionamiento geoestratégico en la subregión andina, llegando a establecer en ese país 9 bases militares.

Esta tendencia continúa en el presupuesto solicitado por Obama para el año fiscal (FY) 2015. En el Fondo de Apoyo Económico (ESF) de Estados Unidos para América Latina y el Caribe, de un total de 392 millones 900 mil dólares, se propone para la CARSI 60 millones de dólares, y 132 millones 900 mil dólares para Colombia. (Presupuesto Federal para el Departamento de Estado, 2014)

En el caso de los fondos canalizados para el programa de Control de Narcóticos y Aplicación de Ley (INCLE), se proponen fondos para programas antinarcóticos y de seguridad pública en Colombia, 117 millones; para Perú (37 millones) y para la región centroamericana, 70 millones. (Presupuesto Federal para el Departamento de Estado, 2014)

El incremento de la presencia de Fuerzas de Operaciones Especiales, junto a las acciones del personal de inteligencia y los contratistas y subcontratistas (civiles y militares), le otorga una menor trasparencia e impunidad la proyección exterior de seguridad de Washington en la región. Entretanto, Colombia se involucra más en el entrenamiento de militares y policía en el exterior auspiciado por agencias estadounidenses, que aumentan su influencia sobre los efectivos de seguridad de varios países latinoamericanos y caribeños.

Con ese objetivo, en “(…) 2013, esta asistencia en el ámbito de la seguridad incluyó 39 actividades para el desarrollo de capacidades en cuatro países centroamericanos que se centraron en áreas tales como la confiscación de bienes, las investigaciones, los exámenes poligráficos y las interdicciones. Estados Unidos y Colombia anunciaron el Plan de acción correspondiente al año 2014, que pretende aumentar la asistencia a 152 actividades para el desarrollo de capacidades en seis países de América Central y el Caribe.” (White House, 2013)

Estas circunstancias denotan un difícil panorama de inestabilidad en los países más afectados, lo que limita su capacidad para proyectar líneas políticas coherentes de manera unilateral, por lo que hace insoslayable la búsqueda de consensos a nivel regional, y la colaboración con el gobierno de Estados Unidos. El mayor reto en esa dirección, radica en cómo ajustar esa colaboración para que no se comprometa la soberanía, la integridad territorial y la seguridad de los países que más sufren por este flagelo. A esas complejidades se suman las contradicciones entre las políticas desarrolladas por el gobierno de EE.UU. para contrarrestar el flagelo de las drogas con las normativas internas de los Estados latinoamericanos.

Ese problema limita la promoción de políticas antidrogas coherentes con cada país y región, donde se incite la inclusión ciudadana en los programas sociales y políticos. Ello tiene como trasfondo el mantenimiento de una visión unidireccional que prepondera la seguridad en las fronteras estadounidenses, incrementando los costos humanos para la región lo que, a la larga, resulta perjudicial también para EE.UU.

No obstante, los mayores afectados con la sostenida militarización de la guerra contra las drogas siguen siendo los países de la región, que con el curso de los años no sólo amplían sus vínculos en el mercado de estupefacientes estadounidense, sino que generalizan las rutas y el consumo de drogas ilegales por toda la región. La extensión de tráfico ilegal de drogas en la mayoría de los países de la región, ha conllevado a una serie de ajustes en la proyección exterior y de seguridad de EE.UU. Ello ha tenido implicaciones para la forma en que se realiza la militarización en la región y para los programas diplomáticos, económicos y de inteligencia que se encausan hacia los países de mayor interés en las Américas.

Valorando esas realidades, se reducen los grandes despliegues militares, siendo sustituidas por un mayor uso las Fuerzas de Operaciones Especiales en correspondencia con la concepción de la “Huella Ligera” (light footprint) y la “Guerra de Cuarta Generación”.[4] En ese contexto, varios países latinoamericanos aumentan las presiones tanto a nivel gubernamental como por parte de la sociedad civil para lograr, de forma paulatina, la despenalización y legalización del consumo de algunas drogas, particularmente la marihuana y algunos estupefacientes de origen sintético y semi-sintético. Según siga creciendo la demanda de drogas ilegales (DI) en los países se hace más difícil contener la oferta.

Entretanto, las multimillonarias ganancias del trasiego ilegal de drogas continúan incrementado la corrupción, el blanqueo de capitales y el fomento de paraísos fiscales y centros offshore; favoreciendo los fondos de los bancos y empresas transnacionales que participan o se benefician, de alguna manera, en las diferentes fases de este negocio.

Esa realidad amerita considerar el impacto económico de los flujos ilícitos transnacionales. El tráfico ilícito de cocaína genera anualmente montos superiores a los 85 mil millones de dólares. (UNODC, 2012) “Al año, el crimen organizado mundial mueve unos 870 mil millones de dólares. De esa cantidad, el narcotráfico maneja 320 mil millones de U$; 32 mil millones se movilizan por “trata de personas”; siete mil millones en torno al tráfico ilegal de migrantes; casi 80 mil millones por negocios delictivos relacionados con la madera y especies animales; 140 mil millones por juego de apuestas ilegales.” (Rambaldi, 2012)

Estas cifras dan una medida de la situación de los intereses y los vínculos con empresarios y políticos que tiene el crimen organizado trasnacional. Esa interconexión dificulta su enfrentamiento, dado el amplio abanico de oportunidades que se abren, ante las vulnerabilidades en la seguridad y la asistencia social que presentan los Estados-nacionales.

Los derroteros del crimen organizado transnacional, recrudecen los problemas socioeconómicos y políticos que padece Nuestra América, con un gran impacto sobre los procesos electorales, los proyectos de gobierno y la proyección exterior de los líderes de la región. Bajo esas circunstancias, el Consejo Sudamericano de Defensa (CSD), resulta una opción para el enfrentamiento, al menos de forma más autónoma, contra flagelo de las drogas. Esta Institución, creada como respuesta de la región, bajo la impronta del ex presidente brasileño Lula Da Silva, en el marco de la UNASUR, resulta un intento por dar respuesta, a los problemas más urgentes que atentan contra la paz y a seguridad latinoamericana.

Fortalecer los enfoques desde el sur al enfrentamiento antidroga es una necesidad existencial, ante las proyecciones del Comando Sur y el perfeccionamiento de las facilidades militares del hegemón en la región; la cual combinan con un paquete de cooperación en materia de asesoría jurídica, policial y “apoyo institucional”, que acentúan sus intereses sobre la región.

Según el último Reporte del Comando Sur, correspondiente al año 2014, se definen como 4 prioridades para las operaciones del comando: Detención “humana y digna” estadounidenses en: 1) Fuerza de Tarea Conjunta de Guantánamo, 2) Lucha contra la Delincuencia Organizada Transnacional (CTOC). 3) La creación de capacidad de los asociados, inter-operatividad, alianzas inter-institucionales, socios inter-agencias y 4) La planificación de contingencias. (US. Southcom, 2014)

Conforme a las prioridades se trabaja en el incremento de la seguridad pública, la estabilidad política, el estado de derecho, el fortalecimiento institucional, la eficiencia de los programas antidrogas y contra el trasiego ilegal de armas de fuego. En relación al problema de la corrupción se aprecia la corrupción en la región como amenaza a los intereses de seguridad nacional de EE.UU.

En consecuencia con la reducción del presupuesto, se mantiene la tendencia en los próximos diez años, a la reducción de los despliegues de personal, barcos y aviones producto de las limitaciones fiscales. Ello repercute en un menor poder de despliegue de ejercicios y actividades de participación una desproporción, pero esta tendencia se complementa con la mayor utilización de las Fuerzas de Operaciones Especiales (Huella Ligera).

Esta limitación de fuerzas reduce el poder de influencia en el plano de seguridad pero puede incrementar la influencia diplomática y la efectividad de las Fuerzas de Operaciones Especiales, que requerirán cada vez más de menor personal en el terreno de operaciones. Además, se reconoce la expansión sin precedentes de las redes criminales y pandillas violentas está afectando a la seguridad ciudadana y la estabilidad en la región. En ello tiene una importante relación con el efecto globo de la producción y trasiego ilegal de las drogas por toda la región, a partir de las estrategias fallidas en el control e interdicción de drogas lideradas por el gobierno estadounidense.

Respecto al trasiego de drogas, el citado informe refleja que la mayor parte de la heroína que se vende en los Estados Unidos proviene de Colombia o México, con un aumento en las sobredosis relacionadas con la heroína y muertes en EEUU. En consecuencia, el tráfico de cocaína sigue siendo la actividad más rentable y el reto de la seguridad predominante en toda la región, con un estimado de 84 mil millones en ventas anuales. (US. Southcom, 2014)

Por su parte, el Informe sobre la Estrategia Internacional de Control de Narcóticos (INCSR) de 2014, de la Oficina de Narcóticos y Aplicación de la ley Asuntos Internacionales, refiere que la cooperación bilateral pasó de la entrega de equipo a gran escala, al entrenamiento y construcción institucional, así como a la expansión de programas a nivel Estatal y Municipal, más que Federal. (INCSR, Control Strategy Report, 2014) Ello se corresponde con las tácticas de seguridad más ajustadas a la realidad de cada territorio, que además reducen los gastos con el entrenamiento de fuerzas de seguridad en la región, y la utilización de terceros países como Colombia para ese fin.

Paralelamente, se trabaja en el fortalecimiento institucional a partir del sector judicial, encaminado a la reducción de la demanda de drogas y las iniciativas de una cultura de legalidad, las cuales tendrán mayor prioridad. En la lucha antidroga, continúan como temas centrales el trabajo en el fortalecimiento institucional, el Estado de derecho y la lucha contra el lavado de dinero fortaleciendo las leyes y las técnicas de interdicción. (INCSR, Control Strategy Report, 2014)

A pesar de que los delitos de blanqueo de capitales, corrupción, trasiego de armas de fuego y precursores químicos, forman parte esencial de la cadena criminal que apoya y reproduce el negocio de las drogas, estos resultan menos atacados que la esfera de la producción de estupefacientes. Ello tiene una razón eminentemente geoestratégica, puesto que su enfrentamiento supone la ubicación de facilidades militares en zonas de alto interés geopolítico y geo-económico para la élite del poder de EE.UU. Ello explica la continua penetración político-diplomática y de seguridad en regiones claves de la región, entre las que resaltan la Amazonía y la Triple Frontera, sin olvidar la importancia para su seguridad nacional de México y, en un segundo orden, los países más afectados de Centroamérica y del área caribeña.

La prioridad de México se evidencia también en el presupuesto solicitados por el gobierno de Obama para 2015. En el caso del Fondo de Apoyo Económico (ESF), se solicitaron 35 millones de dólares para México. Respecto al Control de Narcóticos y Aplicación de Ley (INCLE), se propone un gasto de 80 millones para ese país, con el objeto de dar continuidad a la Iniciativa Mérida y, en particular, al mejoramiento del estado de derecho y la institucionalidad. (Presupuesto Federal para el Departamento de Estado, 2014)

La militarización de la región se ha intentado justificar durante décadas porque una de las drogas ilegales (DI) consideradas más perjudiciales, la cocaína, registra sus mayores producciones en países de Latinoamérica, lo que ha servido de pretexto para profundizar el pilar militarista de las políticas antidrogas, a pesar de su manifiesto fracaso.  Sin embargo, en las trasformaciones ocurridas en la última décadas, se aprecia una mayor producción y consumo de drogas sintéticas. Los países que tradicionalmente eran productores y/o rutas han incrementado sus índices de consumo. La expansión de este problema de la subregión andina hacia toda Nuestra América, con sus particulares efectos en México y Centroamérica, evidencian el doble rasero del enfrentamiento de las políticas antidrogas de EE.UU.

Entretanto, las “(…) estimaciones de la cantidad de cocaína fabricada, oscilaron de 776 a 1.051 toneladas en 2011, cifra igual en gran medida a la del año anterior. Las mayores incautaciones de cocaína del mundo (sin ajustar la pureza) se siguen notificando en Colombia (200 toneladas) y los Estados Unidos (94 toneladas). El consumo de cocaína sigue disminuyendo en los EE.UU., el mayor mercado de cocaína del mundo. Por el contrario, un aumento significativo de las incautaciones se ha observado en Asia, Oceanía, América Central y del Sur y el Caribe en 2011.” (UNODC, 2013)

Los cambios de patrones de consumo en los principales mercados de la droga a nivel mundial (el estadounidense y el europeo) unido a los éxitos que han conllevado políticas antidrogas de mayor tolerancia y valoración a las culturas y las situaciones específicas de cada país y región, descolocan la intransigencia del gobierno estadounidense en la guerra contra las drogas. En estos cambios de los patrones de consumo, resalta el auge del trasiego de precursores químicos y el incremento del consumo de las drogas sintéticas. “Comercializadas como "drogas legales" y "drogas de diseño", (…) están proliferando a un ritmo sin precedentes y presentan desafíos imprevistos en el área de la salud pública. (…).” (ONUDC, 2013)

El dinamismo de la producción de drogas sintéticas, la variedad de sus tipos y formas de comercialización, desmonta las vías tradicionales de control e interdicción. Para que se tenga una idea, “(…) sólo en Europa se registraron en 2011 un total de 49 nuevos tipos de drogas sintéticas, lo que representa un récord en los últimos años, ya que en promedio cada semana llega al mercado una nueva droga. (…) entre 2010 y 2012, aumentó hasta 690 el número de páginas web que ofrecen sustancias estupefacientes producida en laboratorios, las así llamadas "drogas de diseño", bajo nombres como "Legal Highs" o "Herbal Highs".” (Notimex, 2013)

A pesar de estos cambios, Washington prosigue con la llamada política de mano dura contra las drogas hacia Latinoamérica; “justificándose” en la necesidad de interdicción de cocaína, cuando los estudios internacionales más avanzados revelan transformaciones en el consumo, que priorizan las sustancias sintéticas. La rigidez de esta política puede explicarse por los intereses colaterales que encierra para la política exterior y de seguridad de Washington en la región.

Independientemente de los cambios burocráticos que se realicen en los Departamentos de Estado y de Seguridad, en Latinoamérica y el Caribe continuará politizándose la lucha antidrogas. Para ello se perfecciona constantemente el poderío militar, político, diplomático e informacional destinado hacia la región, tanto con la penetración de fuerzas militares del gobierno como de contratistas y subcontratistas a su servicio. Las cuotas de control y poder que confiere la guerra contra las drogas a los intereses geoestratégicos de ese gobierno en la región, hacen factible realizar los cambios y matices necesarios, para prolongar el combate armado contra los grupos de narcotraficantes, cuánto sea posible y necesario.

Analizando la evolución y las tendencias de la lucha antidrogas en la política exterior y de seguridad de EE.UU. puede puntualizarse una mayor importancia de las políticas antidrogas estadounidense en las dinámicas político-diplomáticas y económicas entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe; donde crecen las implicaciones del capital trasnacional estadounidense en el blanqueo de capitales.

Además, se aprecia el auge de la tendencia a la despenalización y legalización del consumo de marihuana y algunas drogas de origen sintético, con disímiles consecuencias sociopolíticas y culturales. Ello tiene implicaciones para la relación norte-sur y para el sostenimiento de la errada guerra contra las drogas de Washington. Ese fenómeno cuenta con el impulso de los gobiernos de la región, donde se destacan los casos de Uruguay y Guatemala, con sus peculiaridades internas, que tienen como precedente las experiencias de países de Europa Occidental como Portugal y Países Bajos, donde se han registrado resultados favorables respecto a la reducción de la violencia y la inseguridad.

La legalización de las drogas blandas ha cobrado fuerza en la región, con el apoyo de figuras políticas como el ex presidente mexicano Vicente Fox, que el 19 de octubre de 2011 impartió una conferencia en el Cato Institute de Washington, abogando sobre la legalización de las drogas. Juan Manuel Santos se sumó a Fox en la no contención de la política impulsada para la legalización de las drogas.

El subsecretario general de la ONU y director de la división para América Latina del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el chileno Heraldo Muñoz, argumentó ante una que: “ (…) ni el PNUD ni la ONU tienen posición sobre el tema, pero nos parece legítimo que se empiece a discutir, como han propuesto algunas personalidades, regularizar o legalizar algunas drogas (…) el narcotráfico acabará minando la democracia en América Latina si no se aborda desde el lado de los países consumidores” (El País, 2011)

Los efectos que pudiera conllevar a mediano y largo plazo un escenario de legalización y despenalización de las drogas, principalmente de las drogas marihuana, sin descartar el de otras sustancias de origen sintético, conllevaría a importantes modificaciones en las políticas antidrogas de Estados Unidos. La rígida posición de EE.UU. ante las presiones de movimientos y gobiernos parece desmontarse en el tiempo. Por otra parte, luego de la legalización en Washington y Colorado del consumo de marihuana, el tema a debate no sólo cobra importancia en la conformación de la política exterior y de seguridad de EE.UU. hacia el Hemisferio Occidental sino también en el orden interno. Los históricos problemas del consumo de estupefacientes y psicotrópicos en ese país obligan a una reevaluación sobre la visión y posibles acciones del gobierno en ambas direcciones.

En la pasada Cumbre de las Américas, celebrada en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, en abril del 2012, se evidenció la voluntad de algunos gobiernos latinoamericanos de estudiar los beneficios que podría producir para sus correspondientes países, una política de mayor tolerancia legal hacia el consumo de algunas drogas.

Para un análisis más holístico respecto a los flujos ilícitos trasnacionales, resulta pertinente interrelacionar el tráfico de drogas ilegales y su enfrentamiento con el trasiego de armas de fuego a la región, donde existen escandalosos precedentes que implican al gobierno estadounidense como la Operación Rápido y Furioso.

La relación de negocio de las drogas con otros delitos como la trata y contrabando, el lavado de dinero y el tráfico de precursores químicos, conllevan a una valoración más integral respecto a los flujos ilícitos transnacionales. El trasiego de precursores químicos, acelera el dinamismo del consumo de sustancias sintéticas. Ello tiene implicaciones prácticas en la modificación de las rutas y en su enfrentamiento, debido a las facilidades de su producción, puesto que no se requieren de territorios específicos.

Por otra parte, la ausencia de una colaboración multidimensional, limita el papel de las políticas públicas, ya que no se aprecia la importancia de la participación ciudadana en la credibilidad y la eficiencia de las políticas antidrogas. Para ello se necesita de una verdadera colaboración, que tome en consideración la visión de todas las partes y las características culturales, políticas y socioeconómicas de cada país y subregión; de manera que se diseñen estrategias que viabilicen la cooperación al desarrollo. Para lograr esos objetivos, es preciso que la colaboración abra un abanico de acciones hacia temas no militares, que incentiven la seguridad ciudadana, el desarrollo de la economía, la protección del medio ambiente y la seguridad ciudadana.

La persistencia de fórmulas militaristas y la continua politización de la lucha antidroga, denota el doble rasero de la guerra contra las drogas de Estados Unidos en la conformación de la política exterior y de seguridad hacia Nuestra América. Ante esa realidad, se necesita de la articulación de fuerzas políticas y actores diversos, que pugnen por una verdadera cooperación al desarrollo. Ello viabilizaría cambios trascendentales, donde se parta de un enfoque crítico, interdisciplinario y regional, sobre los diversos problemas asociados con los flujos ilícitos entre América Latina, el Caribe y EE.UU. En ello deben estar incluidos los actores estatales y no gubernamentales, regionales y trasnacionales, en aras de proveer alternativas de políticas cooperativas, que tengan en cuenta el carácter transfronterizo y trans-regional de ese flagelo.

Conclusiones
El tráfico ilícito de drogas es un problema de dimensión global. El impacto de este flagelo sobre la humanidad tiene consecuencias incalculables sobre la calidad de vida de la sociedad, la estabilidad política, la seguridad ciudadana y la gobernabilidad, por lo cual se ven seriamente afectados los países de la región. Estas circunstancias denotan un difícil panorama de inestabilidad en los países más afectados, lo que limita su capacidad para proyectar líneas políticas coherentes de manera unilateral, por lo que resulta insoslayable la búsqueda de consensos a nivel regional y la no por contradictoria menos necesaria, colaboración con el gobierno de Estados Unidos.

El mayor reto en esa dirección, radica en cómo ajustar esa colaboración para que no se comprometa la soberanía, la integridad territorial y la seguridad de los países de la región. A estas complejidades se suman las contradicciones entre las políticas desarrolladas por el gobierno de EE.UU. para contrarrestar el flagelo de las drogas con las normativas de mayor tolerancia que promueven varios gobiernos latinoamericanos.

Los mayores afectados con la sostenida militarización de la guerra contra las drogas siguen siendo los países de la región, que con el curso de los años no sólo amplían sus vínculos en el mercado de estupefacientes estadounidense sino que generalizan las rutas y el consumo de drogas ilegales por toda la región. La extensión del tráfico y consumo de drogas en la mayoría de los países de la región, amerita de nuevos re-ajustes en la proyección exterior y de seguridad de EE.UU. Sin embargo, ello pude conllevar a nuevas amenazas para la región, si bien existen mayores oportunidades para colaborar y plantear alternativas más autónomas en la lucha contra el flagelo de las drogas.

Valorando esas realidades, se reducen los grandes despliegues militares, siendo sustituidos por un mayor uso las Fuerzas de Operaciones Especiales (Huella Ligera) y la “Guerra de Cuarta Generación” con un mayor uso de las TICs para labores de monitoreo y enfrentamiento a los a los flujos ilícitos trasnacionales. Ello posibilita una militarización más efectiva y menos numerosa, que pudiera conllevar a confundir y reducir las “presiones” en el plano político- diplomático.

A pesar de que los delitos de blanqueo de capitales, corrupción, trasiego de armas de fuego y precursores químicos, forman parte esencial de la cadena criminal que apoya y reproduce el negocio de las drogas, estos resultan menos atacados que la producción de estupefacientes. Ello tiene una razón eminentemente geoestratégica, puesto que su enfrentamiento supone la ubicación de facilidades militares en zonas de alto interés como la Amazonía y la Triple Frontera, sin olvidar la importancia para su seguridad nacional de México, y en un segundo orden, los países más afectados de Centroamérica y del área del Gran Caribe.

En consecuencia, América Central, el Caribe y Perú se mantienen como prioridades y área de mayor dinamismo en asistencia de seguridad y se acoge Colombia como modelo y principal aliado geoestratégico. El mantenimiento de la militarización de la guerra antidroga por los sucesivos gobiernos estadounidenses de Reagan al presente, demuestra la prioridad que le otorga la élite del poder del Estado-Nación-Imperio, a la guerra contra las drogas en la política exterior y de seguridad hacia “Nuestra América” para el periodo 2015-2021.

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NOTAS: 

[1] El “smart power” es un concepto ideado por Suzanne Nossel, quien lo acuñó en un artículo del año 2004, publicado en la revista Foreign Affairs donde “(…) proponía la política del Internacionalismo Liberal y sugería al gobierno estadounidense utilizar el poder militar y otras formas de poder blando ("soft power") de forma alternativa y según las circunstancias.(Nossel, 2004)
[2] En la actualidad Roberta Jacobson se desempeña como Subsecretaria de Estado para el Hemisferio Occidental.
[3]En la actualidad Estados Unidos apoyan 11 programas SIU en todo el mundo. En el Hemisferio Occidental, se sabe que operan en Belice, Panamá, Guatemala, México, Colombia, Ecuador, Perú y República Dominicana. (Isacson, Haugaard, Poe, Kinosian, & Withers, 2013, pág. 9)
[4]Guerra de IV Generación originó en 1989 cuando William Lind y cuatro oficiales del Ejército y del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos, titularon un documento: "El rostro cambiante de la guerra: hacia la cuarta generación". Ese año, el documento se publicó en la edición de octubre del MilitaryReview y la Marine Corps Gazette. En 1991 Martín Van Creveld publicó La Transformación de la Guerra obra que le daría cuerpo intelectual a la Guerra de IV Generación.

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