sábado, 18 de enero de 2014

Colombia: las preguntas que vuelven

¿Sí tendrá de verdad el Gobierno la voluntad de alcanzar la paz negociada, que todos sabemos necesaria y que las comisiones de La Habana se esfuerzan arduamente por hacer avanzar desde hace más de un año?

William Ospina / El Espectador

Me lo pregunto porque este gobierno se ha especializado en enviar señales ambiguas. Un día dice que hay que dialogar, al siguiente que hay que dar de baja a todos los jefes de la guerrilla; un día son interlocutores en el proceso de rediseñar y modernizar el campo colombiano y al siguiente son criminales sin entrañas; un día el jefe negociador por el Gobierno nos dice que se avanza con buena voluntad y con buen ritmo, pero enseguida el ministro de Defensa declara que este sí es el año en que se los va a derrotar militarmente.

Santos pareciera que tiene la idea de que gobernar es desconcertar a la opinión pública, que nadie sepa a ciencia cierta lo que el gobernante está pensando ni pueda prever su siguiente paso. El primer sorprendido con ese estilo fue Álvaro Uribe, quien vio a su heredero convertirse de repente en el adalid de políticas distintas y a veces contrarias a la suya. Después los gobiernos vecinos, que vieron cómo uno de sus principales adversarios se convertía en su aliado entusiasta. Y llevamos tres años de sorpresas cuyo común denominador son virajes bruscos, cambios de opinión y decisiones desconcertantes.

Todo eso al nivel del discurso y la comunicación mediática, pero el país no deja de ser el de siempre, el de la guerra sin cuartel, la economía egoísta, el desempleo, la miseria, el empobrecimiento de las clases medias, la trivialización de los dramas populares y la irresponsabilidad estatal.

Casi todo lo que dice el Gobierno parece más bien maquillaje político: cifras de reducción de la pobreza que no se deben a la creación de empleo sino al cambio del sistema de medición; índices de crecimiento económico que no se traducen en disminución sino en incremento de la inequidad; una defensa de los recursos naturales que no protege nada; una estrategia de devolución de tierras que nunca sale de los titulares, que parece convencida de su propia imposibilidad y que apenas cumple con dejar constancia de sus buenas intenciones; un proceso de paz que no vincula a la comunidad, que no abre horizontes de reconciliación, que no ofrece nada consistente a las víctimas.

Ojalá me equivoque, pero la política de paz del gobierno Santos podría terminar siendo no más que una estrategia para mantener neutralizados a los críticos del guerrerismo a ultranza y para asegurar la reelección de un gobierno que no tiene nada que mostrar en casi ningún campo. Los paros agrarios fueron una triste prueba de insensibilidad ante los hechos y de irresponsabilidad en el cumplimiento de las promesas.

Qué duro sería para Colombia que al cabo de seis o siete años todo derivara en una nueva ruptura del proceso, y que el Gobierno hubiera logrado mantener mientras tanto acallada a la crítica, y a la expectativa a sectores de opinión que pudieron hacerle exigencias reales a la administración.

Este gobierno no se caracteriza por su pacifismo, ni por su sensibilidad social, ni por su afán modernizador, ni por su estrategia educativa, ni por un proyecto de reformas convincentes, en un país tan necesitado de cambios que despierten esperanza y gestos que convoquen a los ciudadanos al compromiso y a la acción.

Y si señalo como responsable al Gobierno es porque nadie puede esperar, ni es concebible, que sea la guerrilla la que marque la dinámica de esa negociación, ni lidere los temas de la política, ni le abra horizontes de convivencia y de progreso a Colombia. El Gobierno representa a las mayorías electorales (aunque sabemos de qué manera se elige en Colombia), y administra el tesoro público y tiene la legitimidad suficiente para tomar decisiones.

Pero tenemos más bien la impresión de que nos gobiernan una mezcla de astucia y cinismo, no la generosidad ni la grandeza de propósitos. La paz que se respira en las carreteras se debe más a la política de Uribe que a la de Santos; los subsidios que reciben algunos sectores populares también se deben más al anterior gobierno. Y en cambio muchas de las grandes cosas que este gobierno anuncia se parecen al estilo de las vallas que llenan las carreteras y que algún caricaturista ha señalado como la manera más rápida y barata de cambiar la infraestructura del país: el Photoshop.
¿Por qué no sabemos en qué va el proceso de paz? ¿Por qué tenemos que reelegir a un gobernante que no ha mejorado en nada la dramática situación de millones de personas, ni en la salud, ni en la educación, ni en las obras públicas, ni en el empleo, ni en la productividad, ni en los horizontes del progreso personal y familiar? ¿Por qué tenemos que confiar a ciegas en un proceso de paz que el propio Gobierno se encarga de desprestigiar cada vez que le ponen los micrófonos al frente? ¿Cómo quieren que el proceso nos lleve a una verdadera reconciliación (y no veo qué otro fin podría tener un proceso de paz verosímil) si todo el día muestran a sus interlocutores en la mesa como a monstruos a los que hay que abatir?

Para eso, más sincero resulta el discurso de Álvaro Uribe, que no se anda con eufemismos, que declara de frente que no está interesado en diálogos sino en derrotar por la fuerza a esos grupos insurgentes. Allí por lo menos no hay una discordia tan grande entre lo que se hace y lo que se predica.

El guerrerismo es malo, pero para la salud del país puede ser más peligrosa la esquizofrenia.

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