sábado, 18 de noviembre de 2017

Elecciones en Chile

La primera vuelta de las elecciones presidenciales en Chile se realizarán el próximo domingo 19 de noviembre en el ambiente político más frío que se recuerde. Cunde el desencanto y el escepticismo, y de ahí la falta de entusiasmo.

Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica

Michelle Bachelet, quien llegó por segunda vez a la Moneda con una alta popularidad y grandes expectativas, sobre todo por el momento de efervescencia que se vivía entonces en el país, se retira casi por la puerta de atrás y con baja popularidad.

Los grandes problemas que prometió atacar siguen ahí, con soluciones a medias; el de la educación, que tiene acogotado a medio país con deudas familiares prácticamente impagables; el de las pensiones, que sigue entrampado en el Congreso mientras el sistema pinochetista de pensiones individuales sigue dejando prácticamente en la miseria a quienes deciden pensionarse.

Efectivamente, la no solución o solución a medias de estos problemas, más los escándalos de corrupción en los que se vio involucrada la familia de la mandataria, han mermado el entusiasmo de los chilenos. Pero no se trata solamente de estos aspectos puramente locales y coyunturales sino, más en general, de un cierto ambiente de época, que se repite en otros países de la región, y que se expresa no solamente en el desencanto sino, también, en el viraje a la derecha.

Después de los años de euforia en los que las opciones posneoliberales, nacional-progresistas o nacional-populares, como quiera llamárseles, despertaron las expectativas de las tan golpeadas sociedades latinoamericanas, luego de años de implementación del neoliberalismo, hoy los ánimos se han atemperado, se ha reducido el apoyo y el ambiente está teñido de un poco de cinismo.

Seguramente, una de las razones principales de esta situación es la frustración de las expectativas en tanto la incapacidad de estos gobiernos de responder a los requerimientos que les planteaban sus respectivas sociedades.

Es cierto que, en un primer momento, unos más, otros menos, tomaron medidas que cayeron como bálsamo después de años de ajustes que pauperizaron a amplios sectores. Pero luego, conforme transcurrió el tiempo, esas medidas tomadas inicialmente se mostraron insuficientes para resolver o, cuando menos paliar, los grandísimos problemas que afrontamos los latinoamericanos.

Los gobiernos nacional-populares mostraron así sus límites, no solo los que se les impusieron desde el exterior con la guerra económica, mediática y de toda índole, sino los que se impusieron a sí mismos, los que nacieron de sus propia timoratez.

Esos límites nos hacen cuestionarnos ahora sobre su verdadera naturaleza. Sobre su miedo a cruzar la raya que delimita claramente en que ámbito se encuentran. No pudieron dejar de ser, en el mejor de los casos, gobiernos que impulsaron políticas redistributivas, pero siempre sin romper los moldes del capitalismo dependiente que los caracteriza.

Sin cruzar esa frontera, las cosas pueden mejorar, como evidentemente sucedió en Brasil, en Venezuela, en Ecuador y el Bolivia, pero no es suficiente ni sustentable en el tiempo. Véase el ejemplo de Brasil, y el revertimiento actual de los logros en relación con el crecimiento de las clases medias.

Eso desde la perspectiva económica, pero lo mismo sucede en lo político. La no profundización de la democracia participativa y protagónica, como le llamaron en Venezuela, ahí donde llegaron a plantear el tema, también ha sido un freno.

Claro que no solo en estos países que se aventuraron a adelantar opciones de cambio, atrevidas para el patio trasero de los Estados Unidos, se da este desencanto y frialdad con la política. Es un fenómeno mucho más universal, no solo con lo procesos eleccionarios. Pareciera que la población no encuentra en ese ámbito las respuestas a sus problemas. Pero ahí en donde fuerzas progresistas accedieron al poder del Estado, quisiéramos que las cosas fueran diferentes.

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