sábado, 17 de octubre de 2015

¿Locos o zombis?

El nuevo enemigo de las y los estadounidenses de a pie, el que les activa el miedo habitual, el que los mantiene en vilo ante la posibilidad de ser una víctima casual, no es un terrorista, es más irregular que una guerrilla y más impredecible que un terremoto.

Gregorio J. Pérez Almeida / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela

Preguntamos por los estadounidenses, nativos o nacionalizados y jóvenes masculinos en su mayoría, que un día salen de sus casas a matar a diestra y siniestra en una escuela, una universidad o un centro comercial. Nuestra pregunta tiene como referencia local el “pistolero” de la Plaza Altamira, en el 2003, que resultó ser un “zombi” enviado desde Portugal unos días antes para ejecutar sus asesinatos y crear una matriz de opinión que fortaleciera la imagen de genocida que se quería crear del gobierno del Comandante Chávez.

Aquel pobre hombre sobrevivió contra todo pronóstico y hoy permanece en alguna prisión u hospital psiquiátrico venezolano como una sombra sin cuerpo. Nadie lo reclamó, nadie lo defendió y hoy nadie lo recuerda, pero es la prueba fehaciente de que existe “alguien” con un (súper) poder capaz de modificar conductas individuales para lograr sus fines particulares sean económicos o políticos. Decir que ese “alguien” está en Estados Unidos es un secreto a voces.
 

Esta es nuestra referencia local, pero hablando de Estados Unidos, la duda surge de la lectura de los libros Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido (2008), de Sheldon Wolin, uno de los más importantes teóricos norteamericanos de la democracia, y El pensamiento secuestrado: cómo la derecha laica y religiosa se ha apoderado de Estados Unidos (2007), de Susan George, distinguida escritora izquierdista de origen estadounidense, autora también del Informe Lugano, un libro que desnuda las estrategias de las élites neoliberales para conservar el poder mundial.

En El pensamiento secuestrado, Susan George, advierte que:

“La élite neoliberal de EEUU en concreto, pero con frecuencia en Europa y también en muchos otros lugares del planeta, ha logrado penetrar nuestras instituciones públicas y privadas una detrás de la otra. Estas élites disfrutan ya prácticamente del monopolio de las mentes de los estadounidenses de a pie y, por tanto, del poder político […] Una minoría de extrema derecha, acaudalada y activista, ha puesto en marcha esta estrategia conscientemente, cultivando cuidadosamente su ventaja a partir de las semillas que plantó en las décadas de 1940 y 1950. A principios del siglo XXI, las semillas se habían convertido en enormes árboles.” (pág. 26)

Un año después de publicarse el libro de Susan George, aparece el libro de Sheldon Wolin y, coincidiendo con ella, advierte que:

“… un imaginario estadounidense, centrado en la proyección de un poder sin precedentes, comenzó a surgir durante la Segunda Guerra Mundial (1941-1945)” (pág. 47)

Ambos autores advierten el afianzamiento, desde la década de los 40 del siglo 20, de unas élites neoliberales antidemocráticas, de estilo totalitario, en el poder político y económico de Estados Unidos (léase Casa Blanca, Pentágono y Wall Street) capaces de cualquier cosa para mantener su imperio y sus privilegios, pero Wolin nos da otras pistas que nos llevaron decididamente a la pregunta que acuñamos como título de estas notas.

Nos dice, Wolin que:

“Fueron efectos duraderos de la Guerra Fría no sólo la eliminación de la URSS sino también la contención y el retroceso de los ideales sociales y políticos del New Deal. La ideología unificadora para las masas era una ideología “desmaterializada”, una combinación de patriotismo, anticomunismo y –en la nueva era nuclear- miedo” (pág. 56).

Los tres componentes de la ideología unificadora han sufrido evidentes cambios en el tiempo, pero el miedo es el factor determinante en el sostenimiento del poder económico y político en los Estados Unidos desde el inicio de la Guerra Fría, como el mismo Wolin lo confirma más adelante:

“Así como luego el terrorismo les resultaría útil a los artífices de políticas en los Estados Unidos por su “factor miedo”, la acumulación de armas atómicas sirvió el mismo propósito de normalizar una atmósfera de miedo durante la Guerra Fría” (p.65).
“Todos los elementos orientados hacia la movilización de la sociedad, marcaron la transformación de la participación popular, que pasó de experimentos del New Deal en democracia participativa a un populismo que intercambiaba poder socioeconómico por conformismo leal, esperanza por miedo” (p.73)

Conformismo y miedo, una combinación infalible para controlar a las masas y sembrar en ellas la necesidad de un gobierno protector, con lo que se logra, según nuestro autor, que apoyen al gobierno en sus acciones extremadas de control policial interno y en sus actuaciones bélicas en el extranjero como parte de las políticas necesarias de defensa y seguridad nacional.

Durante la Guerra Fría el miedo tuvo su causa principal en la existencia de un enemigo externo que amenazaba la vida de todos los estadounidenses y que era capaz de infiltrar sus instituciones con agentes encubiertos (McCarthy dixi). Y los amenazaba porque al igual que ellos poseía armas nucleares capaces de destruir no una sino varias Hiroshima y Nagasaki en el propio territorio norteamericano y porque sus agentes encubiertos, que podían ser personajes públicos e inclusive funcionarios del gobierno, estaban poseídos por un espíritu maligno, ateo, enemigo de la familia y, ante todo, hostil a la democracia y la libertad individual.

Pero, como sostiene  Wolin, uno de los efectos duraderos de la Guerra Fría fue la eliminación de la URSS, lo que acabó con el enemigo externo y su amenaza mortífera. Esta nueva realidad exigía rediseñar la estrategia que mantenía a las masas unidas y movilizadas en torno al gobierno y sus políticas, así surgieron nuevos enemigos como el narcotráfico y el terrorismo islámico.

Ahora bien, ninguno de estos nuevos enemigos tuvo la consistencia efectiva del comunismo representado por la URSS. Eran más “desmaterializados” porque estaban difuminados en distintos lugares geográficos (Suramérica, Afganistán, Medio Oriente) y para colmo de males, podían estar “en casa”, es decir, en territorio estadounidense porque ya no se trataba ni de un ejército o un misil atómico que avanzaba hacia Estados Unidos o de agentes del mal encubiertos en las instituciones, sino de organizaciones civiles (traficantes de drogas y armas) o comunidades religiosas (particularmente musulmanas) que hacen vida, en muchos casos legal, en numerosos países de Occidente, incluyendo Estados Unidos.

Además, el cambio de enemigo coincidió con la agudización de la “crisis” económica estadounidense provocada por las políticas neoliberales de ajustes estructurales que produjeron entre otros estragos el “desenlace Detroit” (desindustrialización, desempleo y marginalización) y por la profundización de la militarización del presupuesto nacional. De manera que el patriotismo ya no se podía alimentar del anticomunismo y los ajustes estructurales en la economía con su reducción drástica del gasto social ya no se justificaban como exigencia de una “economía de guerra”, porque desde 1991 había triunfado definitivamente la “Pax Americana”.

¿Qué hacer entonces para contener a las masas afectadas por las políticas económicas del gobierno? ¿Es prudente mantenerlas unidas y movilizadas en torno a gobiernos de élites depredadoras del presupuesto nacional y enemigas del gasto social? Y ¿es esto posible? No hay que hacer un análisis político profundo para responder que un gobierno neoliberal no necesita masas unidas ni movilizadas sino todo lo contrario dispersas y desmovilizadas. Y teniendo en cuenta el “factor miedo” destacado por Wolin, ¿qué mejor medio para hacerlo que el miedo que habían instalado en sus mentes durante la Guerra Fría? ¿Pero cómo hacerlo?

De lo que se trata es de trasfigurar la causa del miedo. No era ya el miedo a un enemigo externo, plenamente ubicado, identificado y derrotado, como el comunismo. Ni el miedo al narcotráfico porque, como sostiene un periodista estadounidense, en Estados Unidos todos los crímenes asociados al “polvo blanco” terminan en la Casa Blanca y todo el mundo lo sabe. Tampoco es miedo a un enemigo difuso como el “terrorismo islámico” que logró un efecto colectivo de muy corto alcance, como se confirma con los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono que con apenas 14 años de historia ya muchos no creen en la historia oficial y se habla cada vez más pública y notoriamente de conspiración política y económica de las élites conservadoras.

En las últimas décadas ha surgido un enemigo original, solitario y “endógeno”, es decir propio, que se oculta entre las y los ciudadanos de a pie cuyas mentes, según Susan George, están controladas por las élites estadounidenses, de manera que no es un comunista infiltrado o un musulmán agazapado, sino uno más del montón. Y ya sabemos, por testimonios y documentos desclasificados hechos públicos e inclusive películas, que ese control de la mente no es sólo manipulación colectiva con finalidad política o económica, sino que es también una manipulación individual psicológica y emocional con fines criminales, efectuada con cirugías, drogas sintéticas y con técnicas subliminales.

Hoy, el nuevo enemigo de las y los estadounidenses de a pie, el que les activa el miedo habitual, el que los mantiene en vilo ante la posibilidad de ser una víctima casual, no es un terrorista, es más irregular que una guerrilla y más impredecible que un terremoto. Es cualquiera, un hermano, un vecino, un compañero de clases, un transeúnte común, un emigrante integrado, un estadounidense de nacimiento, negro, caucásico, pero, eso sí y hasta ahora, jamás una mujer.

Un enemigo sin rostro hasta que aparece su foto después de ser abatido por los cuerpos policiales o haberse “suicidado”. Un asesino que por lo general había sido previamente tratado por psicólogos escolares que no advirtieron su inclinación perversa. Un asesino cuyo escondite “secreto” suele ser una página web o un archivo en su laptop. Sin plan preconcebido pero de acción efectiva: mata a varios en pocos minutos. Sin cómplices, pero estuvo en un club de tiro deportivo. Con una vida tan “íntima” que era desconocida por su familia íntima y por el Estado más policial del mundo.

En fin, un asesino que, como el zombi de Plaza Altamira, sale un día a matar por inspiración no más (y también por miedo)  y a morir en el intento, por lo que, poniéndonos en los zapatos de las y los estadounidenses de a pie, debemos preguntarnos: ¿Y cómo sabe alguien que no está durmiendo con el enemigo? ¡Qué miedo!

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