sábado, 29 de marzo de 2014

Monseñor Romero en El Salvador: la lucha por la memoria

La figura y el pensamiento de Romero en El Salvador de hoy, por lo tanto, alientan, unen, empujan y aclaran. Es decir, ayudan a recuperar la memoria de lo que son los salvadoreños, y a cimentar el futuro que quieren.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

El lunes 24 de marzo recién pasado se conmemoró el 24 aniversario del asesinato de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo metropolitano de San Salvador, a manos de la extrema derecha dirigida por Roberto D’Aubuisson.

No se trata de un aniversario más, sino de uno en el contexto del reciente triunfo del FMLN en las elecciones generales, que pusieron por primera vez a la cabeza del Poder Ejecutivo a un ex integrante de la comandancia general del otrora guerrilla y ahora partido político.

En el contexto de las celebraciones y actos políticos relativos al triunfo del FMLN, la imagen de Monseñor Romero ha estado permanentemente presente y lo está cada vez más, como símbolo del compromiso con los sectores populares por los que entregó su vida.

Pero este fenómeno de visibilización creciente no solo de su imagen sino, también, de su pensamiento, es algo que se ha venido dando “naturalmente” solo en el contexto de afianzamiento creciente de los sectores progresistas y de izquierda en El Salvador, que tienen en él a un referente mayor, quien sin titubear supo decir claramente las cosas, identificar a los opresores y reivindicar a los oprimidos.

Antes, incluso cuando estaba con vida, fue marginado y ninguneado aún dentro de la misma Iglesia Católica a la que pertenecía. Es conocido el desplante del ahora casi santo Juan Pablo II, quien siendo Papa no quiso recibirlo y conversar con él, a pesar de los ruegos, y que lo mandó a portarse bien y a no meterse en asuntos que, según él, no le incumbían.

Pero ya asesinado, su memoria estuvo presente entre sectores cristianos y de izquierda relativamente reducidos, en tanto la ideología dominante la ignoraba u opacaba. Nunca fue objeto de conocimiento su figura, su pensamiento o los hechos que llevaron a su muerte en las escuelas y colegios del país, por ejemplo, ni nunca fue mencionado en ningún discurso o documento oficial. Era como si no hubiera existido.

Es decir, que la memoria de Romero era patrimonio de “los de abajo”, de los sectores progresistas y de izquierda, y era ampliamente rechazado por la historia oficial. Es lo mismo que sucede en otros países de Centroamérica, en donde la memoria se ha transformado en un terreno en disputa.

En Nicaragua, por ejemplo, los sandinistas victoriosos en 1979 reivindicaron y elevaron a primer plano la figura de Augusto César Sandino, hasta entonces un personaje con un tratamiento similar al que había tenido Romero en El Salvador. Hablaron los sandinistas, entonces, de que formaba parte de una “tradición soterrada” que había eclosionado solamente cuando el FSLN había llevado a nuevas fuerzas políticas al poder.

En Guatemala, en donde siguen campeando prepotentemente en el poder del Estado las fuerzas políticas más reaccionarias, se hace todo lo posible por marginar la historia de los miles y miles de mártires, perseguidos y desaparecidos que dejó la guerra de 36 años que se llevó a cabo en ese país. Se niega a rajatabla lo que es evidente, lo que se narra por testigos directos, lo que está documentado en vídeos, grabaciones sonoras, legajos policiales e informes de organismos internacionales. Para ellos esa es memoria espuria, a no ser tomada en cuenta, desechable y falsa. Líderes progresistas, de cuyos asesinatos se conmemoraron recién la semana pasada un aniversario más, como los socialdemócratas Manuel Colom Argueta (22 de marzo de 1979) y Alberto Fuentes Mohr (25 de enero de 1979) son considerados por las actuales autoridades gubernamentales guatemaltecas, a estas alturas de la historia, subversivos innombrables, y su memoria borrada de cualquier referencia oficial.

La memoria es, pues, un campo en disputa porque permite encontrar las raíces de lo que se es y lo que se quiere ser. Forma parte inseparable de la identidad, es constitutivamente parte de ella, la estructura, le da sentido y la orienta. Perderla o ignorarla confunde, extravía y descoyunta; desagrega y dispersa el tejido social: descompone y degenera.

La figura y el pensamiento de Romero en El Salvador de hoy, por lo tanto, alientan, unen, empujan y aclaran. Es decir, ayudan a recuperar la memoria de lo que son los salvadoreños, y a cimentar el futuro que quieren.

1 comentario:

Unknown dijo...

muy bonito artículo, mucho países de Latinoamérica sufren amnesia histórica y la culpa es del sistema, que le conviene, estamos en una generación sin identidad, soy chapín y gracias a Dios tengo la oportunidad de estudiar en la única Universidad pública y es ahí donde mi conciencia sobre la historia ha crecido, agradezco el aporte de información para que mi conciencia y la de muchos siga creciendo, un abrazo.