sábado, 1 de marzo de 2014

La irrupción de lo invisible

En los últimos treinta años se abrió camino, no como un azar de la historia ni como una ineluctable tendencia de las fuerzas económicas, sino como un programa consciente de los grandes poderes del mundo, la decisión de minimizar el papel del Estado, abandonar la idea de lo público y dejar en poder del mercado y de su mano invisible el manejo de las sociedades.

William Ospina / EL ESPECTADOR (Colombia)

Los viejos estados responsables, protectores de la familia y del trabajo, de la educación, de la salud y de la iniciativa cultural son destituidos de esas funciones; se busca que el mercado dirija el empleo y el consumo, que la salud y los sistemas de pensiones sean problemas particulares, que la educación se convierta en un apéndice del mundo empresarial y que la cultura se sostenga a sí misma mediante lo que cada vez llaman con más entusiasmo los ministros de Cultura la industria cultural.

Como decía hace poco una viñeta de El Roto en El País de Madrid, “el Estado y el mercado se han casado por todo lo alto”. Esa política arrasadora, construida sobre la ruina del socialismo soviético y sobre el desprestigio de los regímenes totalitarios nacidos de varios experimentos revolucionarios en el siglo XX, se abrió camino en el mundo a través de los gobiernos neoliberales, y con la ayuda invaluable de unos medios de comunicación que se presentan a sí mismos como la voz imparcial de la opinión pública y como los defensores de los grandes valores de la civilización, pero que muy a menudo militan en el bando de una política concreta, de la que el mercado omnipotente es el amo y el gran ventrílocuo.

En el mundo entero se ha instaurado un modelo en el cual la suerte de millones de personas es menos importante que los rendimientos del capital, y no hace muchos días se reveló la escandalosa noticia de que el uno por ciento de los habitantes del mundo son dueños de la mitad de la riqueza mundial. Estos datos duelen más en sociedades como las nuestras, donde la concentración de la riqueza y la desigualdad se traducen en violencia, marginalidad y desdicha para millones de personas.

Es una tradición en América Latina que todo esfuerzo generoso por ayudar a las mayorías pobres y por brindarles horizontes de dignidad se enfrentan siempre a la hostilidad de los poderosos, e incluso al egoísmo de las clases medias, a quienes les basta con tener su situación asegurada y sus oportunidades abiertas, y se alzan de hombros con frecuencia ante el clamor de los desposeídos.

La verdad es que el modelo que hoy impera, sobre todo en los países dirigidos por aristocracias premodernas, es aberrante. Abandona las mayorías a la pobreza, y al mismo tiempo las bombardea a través de la publicidad con el discurso del consumo, con la prédica de la opulencia, señuelos inaccesibles de un modelo mental y moral que no se compadece de la precariedad de sus vidas.

En tiempos de la esclavitud, predicar la liberación de los esclavos era denunciado por los amos como un atentado inhumano contra los derechos de propiedad y de comercio. En tiempos de Fray Bartolomé de las Casas abogar por los indígenas era defender la barbarie contra la civilización. Así ahora criticar a la banca es atentar contra la libre empresa, cuestionar a los grandes medios es atentar contra la libertad de expresión, criticar a la industria es recelar de la modernidad, denunciar al poder es una falta de respeto y querer cambiar el mundo es pecar de ingenuidad utópica o ser sospechosos de rebelión.

Pero también las hoy prósperas sociedades socialdemócratas, las sociedades del bienestar, tuvieron que decirles adiós de una manera muchas veces cruenta a viejos modelos de arrogancia y de servidumbre. El relámpago fundador de la democracia moderna fue en Europa la Revolución Francesa, y todos sabemos que esa tempestad precedida por un siglo de Enciclopedia, de filosofía de las luces, de prédica de los derechos humanos, pasó por largos túneles de terror, porque la resistencia de la aristocracia a esas reformas mínimamente igualadoras fue monstruosa y desató la ira de los pueblos.

Hoy a los liberales de todo el mundo, y hasta a los neoliberales, les gusta mucho recordar los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que se impusieron con los truenos de la revolución, pero vuelven a poner el grito en el cielo cada vez que los pobres piden justicia o quieren abrirle camino a un orden de dignidad que haga verdaderos sus derechos.

Es casi una ley de la condición humana que el que tiene mucho quiere más, que todas las cosas quieren prevalecer en su ser, como decía Scoto Erigena, que el egoísmo está en la entraña de la condición humana, que cuando la generosidad se levanta la codicia ya lleva horas trabajando, pero los pueblos no pueden inclinar la cerviz ante esas evidencias, y la humanidad tiene que persistir en la búsqueda de un poco de justicia, que finalmente no beneficia sólo a los pobres.

La principal tarea de los poderosos debería ser hacer posible la vida para los humildes, ya que la mayoría de la gente no quiere opulencia sino dignidad, un orden decente de valores donde sean posibles el trabajo, la retribución justa, una mínima seguridad frente al futuro y una educación que no ahonde los abismos entre las clases sociales y la repulsión entre los grupos humanos.

Pero es más fácil mantener a las mayorías en la miseria sin que eso se traduzca en estallido social, que hacer recortes, así sea pequeños, en la opulencia de ciertos sectores, y en la expectativa de opulencia de otros. Mientras tienen todo en sus manos, los poderosos no ven a los pobres, y cuando los pobres se hacen visibles, aunque no los estén echando, ya no quieren estar a su lado. En el siglo XIX Victor Hugo decía que cuando llegan los tiempos de las revoluciones, los ricos miran a los pobres y exclaman: “Y ustedes… ¿de dónde vienen?”. Y que los pobres contestan: “Y ustedes… ¿a dónde van?”.

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