sábado, 18 de mayo de 2013

Panamá: Confusiones y (algunas) precisiones

Urge, cada vez más, identificar la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos -en lo que hace a la inequidad social y la desesperanza política-, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.

Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

El planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia debe encarar una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia. Así, el incremento de la desigualdad se constituye en un problema administrativo, y no de relacionamiento social: por lo mismo, su remedio no está en la transformación de la sociedad, sino en un mejor reparto de lo producido mediante las llamadas “políticas públicas”, que han venido a convertirse en el fetiche de primera instancia en el debate del tema.

En realidad, el crecimiento -y la desigualdad- son formas -entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía transitista –en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta y distante a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.

El transitismo propició en Panamá la formación de una economía rural atrasada. Las zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras, y la Zona Libre de Colón. La integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de la Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves.

La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. De momento, está aún en formación, y su desarrollo va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo –aunque a un ritmo mucho más lento- con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad. En el plano cultural, por ejemplo, esto se expresa en la crisis de dirección en el sistema educativo, que a su vez expresa la crisis de identidad y propósito en la vida social.

La primera reacción, naturalmente, ha sido la de resistir a esa devastación. Una parte significativa del movimiento popular salió así a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 - 1976, como los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad restaurada por el golpe de Estado de diciembre de 1989. Todo eso, sin embargo, va de salida.

Los que intuyeron la inminencia de ese cambio -no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio - no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir.

Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender.

Todo apunta aquí a confirmar que a lo real hay que estar, no a lo aparente, y que en política lo real "es lo que no se ve", como lo advirtiera José Martí.

Urge, cada vez más, identificar la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos -en lo que hace a la inequidad social y la desesperanza política-, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país. Ante este desafío, la vieja cultura nos dice que estamos ante un problema de mala gestión pública. Eso no es cierto: la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.

Esa nueva etapa será recordada por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, la etapa nueva puede llegar a ser mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.

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