sábado, 6 de abril de 2013

México y América Central en la política exterior de Obama

Podríamos estar en presencia de una etapa de transición de la geopolítica de la guerra contra el narcotráfico, hacia una expresión mucho más sofisticada: la geopolítica del desarrollo que, sin renunciar a los intereses de seguridad  nacional de la primera, y apoyada en el régimen subordinado del PRI en México, amplía el margen de maniobra imperial para colonizar los nuevos espacios de acumulación.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Con la llegada al poder de Enrique Peña Nieto, México
parece jugar nuevo rol en la diplomacia regional.
Los acontecimientos y declaraciones que rodean la próxima visita del presidente de los Estados Unidos a México, primero, y luego a Costa Rica, nos permiten identificar algunas tendencias que, de consolidarse en los próximos meses, señalarían un realineamiento regional en torno a los nuevos objetivos de la política exterior estadounidense.

Desde esta perspectiva, acaso lo más relevante en el ámbito mesoamericano sea, por un lado, la reafirmación de la importancia estratégica del dominio sobre la ruta marítima y comercial del Canal de Panamá, sobre lo que ya hemos comentado (véase al respecto: Obama, el Canal de Panamá y el ajedrez geopolítico Mesoamericano); y por el otro, la configuración del eje neoliberal México-San José como la nueva entente a través de la cual Washington pretende proyectarse con menos sobresaltos en esta región.

Como lo explica el analista Alejandro Perdomo,  la diplomacia en el segundo gobierno de Barack Obama tiene como objetivo central “la preservación y consolidación del régimen imperial, basado en un uso efectivo de los instrumentos del poderío nacional”, tarea para la cual se ha diseñado “una diplomacia que complemente los temas de seguridad, otorgándole credibilidad a través de la promoción del desarrollo y una relación con el exterior más ajustada a la realidad de cada país”.

En tal sentido, resultan significativos los acercamientos entre los gobiernos de México y Costa Rica,  tanto en materia de libre comercio como en su impulso a los proyectos geoestratégicos de inversión e infraestructura para el gran capital (a saber, el Plan Puebla Panamá, ahora ampliado hasta Colombia y rebautizado como Plan Mesoamérica). En ese plano, el de la diplomacia del desarrollo, la tecnocracia mexicana tiene en su par costarricense un aliado en su devoción neoliberal, y sucede lo mismo -con las excepciones de rigor- en prácticamente todos los países del istmo.

Frente a la agenda monotemática del gobierno de Felipe Calderón, que hizo de su sexenio una apología de la guerra contra el narcotráfico, en detrimento de los proyectos de integración económica y de infraestructura forjados desde la década de 1990, el nuevo presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, no solo decidió que fuera un país centroamericano –Costa Rica- el destino de su primera gira oficial, sino que en su discurso se advierten giros importantes con respecto a su predecesor: allí donde Calderón hablaba de seguridad y militarización del combate al crimen organizado, Peña Nieto propuso en San José  “progreso económico y cohesión social”, como vía para “detonar el bienestar social, la paz y la seguridad de nuestras sociedades”.

La inocultable afinidad –o sometimiento- de la política exterior mexicana en América Central con respecto de los objetivos de política exterior estadounidenses, quedó demostrada a finales de marzo, cuando el presidente Obama declaró a la cadena televisiva Univisión su intención de aprovechar su inminente gira para  reafirmar que el interés de Washington por América Latina va más allá de los temas de seguridad”. Y agregó: “Quiero asegurarme de que les comunicamos a algunos de nuestros más estrechos amigos y socios nuestro interés en temas no sólo de seguridad, sino en las increíbles oportunidades económicas, de comercio o energía, que podemos tener” (La Jornada, 28-03-2013).

Sin negar la alta dosis de retórica propia de este tipo de actos oficiales e intervenciones ante la prensa, así como la notable ausencia de propuestas concretas e integrales –más allá de las conocidas recetas neoliberales- para alcanzar ese pretendido progreso económico, resultan evidentes dos fenómenos: uno, la emergencia de una nueva narrativa del desarrollo como pilar de la política exterior de los Estados Unidos y de su reposicionamiento en Mesoamérica; y el otro, la recuperación del protagonismo de México como subhegemón en América Central y el Caribe. Al respecto, no es un dato menor el hecho de que el regreso del PRI al poder, dados sus lazos políticos históricos así como la fascinación autoritaria que despierta esa agrupación en no pocos sectores de la clase política de nuestras sociedades, le haya dado a los Estados Unidos un interlocutor con el que no contaba hasta ahora en América Central.

Arriesgando una hipótesis, podríamos estar en presencia de una etapa de transición de la geopolítica de la guerra contra el narcotráfico, hacia una expresión mucho más sofisticada: la geopolítica del desarrollo que, sin renunciar a los intereses de seguridad  nacional de la primera, y apoyada en el régimen subordinado del PRI en México, amplía el margen de maniobra imperial para colonizar los nuevos espacios de acumulación capitalista que aparecen, como puentes de salvación, en el contexto de la crisis global. 

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