sábado, 14 de enero de 2012

Los desaparecidos del imperio

Como lúgubremente reiteraba el criminal dictador argentino Jorge R. Videla ante la angustiada pregunta de los familiares de la represión, también para Barack Obama esas víctimas de las guerras estadounidenses “no existen”, “desaparecieron”, “no están”.

Atilio Borón / ALAI

Un artículo reciente firmado por John Tirman, director del Centro de Estudios Internacionales del Massachusetts Institute of Technology (MIT) y publicado en el Washington Post, plantea con crudeza una reflexión sobre un aspecto poco estudiado de las políticas de agresión del imperialismo: la indiferencia de la Casa Blanca y de la opinión pública en relación a las víctimas de las guerras que Estados Unidos libra en el exterior.[1]

Como académico “bienpensante” se abstiene de utilizar la categoría “imperialismo” como clave interpretativa de la política exterior de su país; su análisis, en cambio, revela a los gritos la necesidad de apelar a ese concepto y a la teoría que le otorga sentido. Tirman expresa en su nota la preocupación que le suscita, en cuanto ciudadano que cree en la democracia y los derechos humanos, la incoherencia en que incurrió Barack Obama –no olvidemos, un Premio Nóbel de la Paz- cuando en su discurso pronunciado en Fort Bragg (14 de Diciembre de 2011) para rendir homenaje a los integrantes de las fuerzas armadas que perdieron la vida en la guerra de Irak (unos 4.500, aproximadamente) no dijo ni una sola palabra de las víctimas civiles y militares iraquíes que murieron a causa de la agresión norteamericana.

Agresión, conviene recordarlo, que no tuvo nada que ver con la existencia de “armas de destrucción masiva” en Irak o con la inverosímil complicidad del antiguo aliado de Washington, Saddam Hussein, con las fechorías que supuestamente cometía otro de sus aliados, Osama Bin Laden.

El objetivo excluyente de esa guerra, como la que amenaza iniciar en contra de Irán, fue apoderarse del petróleo iraquí y establecer un control territorial directo sobre esa estratégica zona para el momento en que el aprovisionamiento del crudo deba hacerse confiando en la eficacia disuasiva de las armas en lugar de las normas de aquello que algunos espíritus ingenuos en la Europa del siglo XVIII dieron en llamar “el dulce comercio.”

En su nota Tirman acierta al recordar que las principales guerras que Estados Unidos libró desde el fin de la Segunda Guerra Mundial –Corea, Vietnam, Camboya, Laos, Irak y Afganistán- produjeron, según sus propias palabras, una “colosal carnicería”. Una estimación que este autor califica como muy conservadora arroja un saldo luctuoso de por lo menos seis millones de muertes ocasionadas por la cruzada lanzada por Washington para llevar la libertad y la democracia a esos infortunados países. Si se contaran operaciones militares de menor escala -como las invasiones a Grenada y Panamá, o la intervención apenas disimulada de la Casa Blanca en las guerras civiles de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, para no hablar de similares tropelías en otras latitudes del planeta- la cifra se elevaría considerablemente.[2]

No obstante, y pese a las dimensiones de esta tragedia, a las cuales habría que agregar los millones de desplazados por los combates y la devastación sufrida por los países agredidos, ni el gobierno ni la sociedad norteamericana han evidenciado la menor curiosidad, preocupación, ¡ni digamos compasión!, para enterarse de lo ocurrido y hacer algo al respecto. Esos millones de víctimas fueron simplemente borrados del registro oficial del gobierno y, peor aún, de la memoria del pueblo norteamericano mantenido impúdicamente en la ignorancia o sometido a la interesada tergiversación de la noticia. Como lúgubremente reiteraba el criminal dictador argentino Jorge R. Videla ante la angustiada pregunta de los familiares de la represión, también para Barack Obama esas víctimas de las guerras estadounidenses “no existen”, “desaparecieron”, “no están”.

Si el holocausto perpetrado por Adolf Hitler al exterminar a seis millones de judíos hizo que su régimen fuese caracterizado como una aberrante monstruosidad o como una estremecedora encarnación del mal, entonces ¿qué categoría teórica habría que usar para caracterizar a los sucesivos gobiernos de Estados Unidos que sembraron muertes en una escala por lo menos igual, si no mayor?

Lamentablemente nuestro autor no se formula esa pregunta porque cualquier respuesta habría puesto en cuestión el crucial artículo de fe del credo norteamericano que asegura que Estados Unidos es una democracia. Más aún: que es la encarnación más perfecta de “la democracia” en este mundo. Observa con consternación, en cambio, el desinterés público por el costo humano de las guerras estadounidenses; indiferencia reforzada por el premeditado ocultamiento que se hace de aquellos muertos en la voluminosa producción de películas, novelas y documentales que tienen por tema central la guerra; por el silencio de la prensa acerca de estas masacres –recordar que, luego de Vietnam, la censura en los frentes de batalla es total y que no se pueden mostrar víctimas civiles y tampoco soldados norteamericanos heridos o muertos; y porque las innumerables encuestas que a diario se realizan en Estados Unidos jamás indagan cuál es el grado de conocimiento o la opinión de los entrevistados acerca de las víctimas que ocasionan en el exterior las aventuras militares del imperio.

Este pesado manto de silencio se explica, según Tirman, por la persistencia de lo que el historiador Richard Slotkin denominara el “mito de la frontera”, una de las constelaciones de sentido más arraigada de la cultura norteamericana según la cual una violencia noble y desinteresada -o interesada solo en producir el bien- puede ser ejercida sin culpa o cargos de conciencia sobre quienes se interpongan al “destino manifiesto” que Dios ha reservado para los norteamericanos y que, con piadosa gratitud, los billetes de dólar recuerdan en cada una de sus denominaciones. Solo “razas inferiores” o “pueblos bárbaros”, que viven al margen de la ley, podrían resistirse a aceptar los avances de la “civilización”.

El violento despojo sufrido por los pueblos originarios de las Américas, tanto en el Norte como en el Sur, fue justificado por ese racista mito de la frontera y edulcorado con infames mentiras. En el extremo sur del continente, en la Argentina, la mentira fue denominar como “conquista del desierto” la ocupación territorial a sangre y fuego del habitat, que no era precisamente un desierto, de los pueblos originarios.

En Chile la mentira fue bautizar como “la pacificación de la Araucanía” al nada pacífico y sangriento sometimiento del pueblo mapuche. En el norte, el objeto del pillaje y la conquista no fueron las poblaciones indígenas sino una fantasmagórica categoría, apenas un punto cardinal: el Oeste. En todos los casos, como lo anotara el historiador Osvaldo Bayer, la “barbarie” de los derrotados, que exigía la perentoria misión civilizatoria, era demostrada por su … ¡desconocimiento de la propiedad privada!

En suma: esta constelación de creencias -racista y clasista hasta la médula- presidió el fenomenal despojo de que fueron objeto los pueblos originarios y liberó a los píos cristianos que perpetraron la masacre de cualquier sentimiento de culpa. En realidad, las víctimas eran humanas sólo en apariencia. Esa ideología reaparece en nuestros días, claro que de forma transfigurada, para justificar el aniquilamiento de los salvajes contemporáneos. Sigue “oprimiendo el cerebro de los vivos”, para utilizar una formulación clásica, y fomentando la indiferencia popular ante los crímenes cometidos por el imperialismo en tierras lejanas. Con la invalorable contribución de la industria cultural del capitalismo hoy la condición humana le es negada a palestinos, iraquíes, afganos, árabes, afrodescendientes y, en general, a los pueblos que constituyen el ochenta por ciento de la población mundial. Tirman recuerda, como ya lo había hecho antes Noam Chomsky, el sugestivo nombre asignado a la operación destinada a asesinar a Osama Bin Laden: “Gerónimo”, el jefe de los apaches que se opuso al pillaje practicado por los blancos. El lingüista norteamericano también decía que algunos de los instrumentos de muerte más letales de las fuerzas armadas de su país también tienen nombres que aluden a los pueblos originarios: el helicóptero Apache, el misil Tomahawk, y así sucesivamente.

Tirman concluye su análisis diciendo que esta indiferencia ante los “daños colaterales” y los millones de víctimas de las aventuras militares del imperio socava la credibilidad de Washington cuando pretende erigirse en el campeón de los derechos humanos. Agregaríamos: socava “irreparablemente” esa credibilidad, como quedó elocuentemente demostrado en 2006 cuando la Asamblea General de la ONU creó el Consejo de Derechos Humanos, en reemplazo de la Comisión de Derechos Humanos, con el voto casi unánime de los estados miembros y el solitario rechazo de Estados Unidos, Israel, Palau y las Islas Marshall.[3] Lo mismo ocurre cuando año tras año la Asamblea General condena por una mayoría aplastante el criminal bloqueo a Cuba impuesto por Estados Unidos.

Pero no es sólo la credibilidad de Washington lo que está en juego. Más grave aún es el hecho de que la apatía y el sopor moral que invisibilizan la cuestión de las víctimas garantiza la impunidad de quienes perpetran crímenes de lesa humanidad en contra de poblaciones civiles indefensas (como en los casos de My Lai en Vietnam o Haditha en Irak, para no mencionar sino los más conocidos). Pero esto viene de lejos: recuérdese la patética indiferencia de la población norteamericana ante las noticias del bombardeo atómico en Hiroshima y Nagasaki, y los cables que enviaba el corresponsal del New York Times destacado en Japón diciendo que ¡no había indicios de radioactividad en la zona bombardeada! Impunidad que alentará futuras atrocidades, motorizadas por la inagotable voracidad de ganancias que exige el complejo militar-industrial, para el cual la guerra es una condición necesaria, imprescindible, de sus beneficios. Sin guerras, sin escalada armamentista el negocio arrojaría pérdidas, y eso es inadmisible. Y son las ganancias de esos tenebrosos negocios, no olvidemos, las que financian las carreras de los políticos norteamericanos (y Obama no es excepción a esta regla) y las que sostienen a los oligopolios mediáticos con los cuales se desinforma y adormece a la población.

No por casualidad Estados Unidos ha guerreado incesantemente en los últimos sesenta años. Los preparativos para nuevas guerras están a la vista y son inocultables: comienzan con la satanización de líderes desafectos, presentados ante la opinión pública como figuras despóticas, casi monstruosas ; sigue con intensas campañas publicitarias de estigmatización de gobiernos desafectos y pueblos díscolos; luego vienen las condenas por presuntas violaciones a los derechos humanos o por la complicidad de aquellos líderes y gobiernos con el terrorismo internacional o el narcotráfico, hasta que finalmente la CIA o algún escuadrón especial de las fuerzas armadas se encarga de fabricar un incidente que permita justificar ante la opinión pública mundial la intervención de los Estados Unidos y sus compinches para poner fin a tanto mal.

En tiempos recientes eso se hizo en Irak y luego en Libia. En la actualidad hay dos países que atraen la maliciosa atención del imperio: Irán y Venezuela, por pura casualidad dueños de inmensas reservas de petróleo. Esto no significa que la funesta historia de Irak y Libia vaya necesariamente a repetirse, entre otras cosas porque, como lo observara Noam Chomsky, Estados Unidos sólo ataca a países débiles, casi indefensos, y aislados internacionalmente. Washington ha hecho lo imposible para establecer un “cordón sanitario” que aísle a Teherán y Caracas, pero hasta ahora sin éxito. Y no son países destruidos por largos años de bloqueo, como Irak, o que se desarmaron voluntariamente, como Libia, seducida por las hipócritas demostraciones de afecto de una nueva camada de imperialistas. Afortunadamente, ni Irán ni Venezuela se encuentran en esa situación. De todos modos habrá que estar alertas.

NOTAS

[1] “Why do we ignore the civilians killed in American wars?” (The Washington Post, 5 Diciembre 2011)

[2] Expertos internacionales aseguran que el número de víctimas ocasionadas por Estados Unidos en Vietnam ronda las cuatro millones de personas. La estimación total de seis millones subestima grandemente la masacre desencadenada por el imperialismo norteamericano en sus diferentes guerras.

[3] Añadamos un dato bien significativo: cuando la Asamblea General tuvo que decidir la composición del Consejo, el 9 de Mayo del 2006, Estados Unidos no logró los votos necesarios para ser uno de los 47 países que debía integrarlo. ¡Toda una definición sobre la nula credibilidad internacional de Estados Unidos como defensor de los derechos humanos!

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