sábado, 28 de agosto de 2010

Desigualdad, violencia, narcotráfico, migrantes

Los que no tienen esperanza en Tegucigalpa, en San Salvador, en ciudad de Guatemala; los que tienen que abandonar Quito, las barriadas frías de la serrana Bogotá. Los varones costarricenses que parten y transforman sus pueblos en lugares de mujeres solas; las aldeas vacías de México...

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
Los que más sufrieron los terremotos de Haití y Chile; los que quedaron bajo las aguas de las inundaciones en Brasil; los que sufrieron los efectos demoledores de los huracanes del Caribe; los asesinados en la orgía de violencia mexicana son, en primer lugar, siempre, los pobres: los que a duras penas sobreviven con trabajos informales que atiborran de ventas callejeras las ciudades latinoamericanas; los sin tierra, los minifundistas, los peones; los que no lograron terminar la educación primaria, los ignorantes; los carne de cañón para el narcotráfico, las bandas criminales de sicarios y paramilitares.
Los que no tienen esperanza en Tegucigalpa, en San Salvador, en ciudad de Guatemala; los que tienen que abandonar Quito, las barriadas frías de la serrana Bogotá. Los varones costarricenses que parten y transforman sus pueblos en lugares de mujeres solas; las aldeas vacías de México.
Las largas caminatas de miles de kilómetros de quienes abandonan el lugar del mundo con mayores desigualdades. Los que como hormigas se suben al tren de la muerte, trepan a los muros, atraviesan ríos, duermen a la intemperie y son despertados a patadas por quienes deberían protegerlos.
Los antiguos militares que aprendieron a masacrar y aterrorizar a sus pueblos; los que fueron erigidos en defensores del mundo libre; los que se pintaron la cara, aullaron como bestias y esquilmaron la faz de la tierra como solo en Cartago había sucedido. Los que ahora trasiegan la droga y pelean hasta la muerte por el territorio por el que transitan. Los nuevos reyezuelos, los nuevos poderosos que fueron alimentados, criados, consentidos por los que, ahora que se han desmadrado, no los quieren, como si fueran viles talibanes organizados, entrenados y armados por los norteamericanos que luego tienen que enviar miles de soldados para combatirlos.
72 seres humanos muertos a la vera del camino; 72 que salieron endeudados y temerosos y evitaron las luces de las aglomeraciones urbanas; los que jamás pisaron los emporios que bordeaban, las inversiones del hombre más rico del mundo, las del mexicano Slim que seguramente dormía, a pata suelta, la siesta de las dos de la tarde cuando ellos pasaron, sigilosos, tratando de esquivar las patrullas armadas que con escudos en sus uniformes, estrellas en las charreteras, se podían apersonar en cualquier momento para volverles hacia fuera los bolsillos y sacarles hasta el último cinco de sus bolsillos exhaustos.
72 angustiosas esperanzas truncadas; la esperanza de los pobres, de los que no tiene nada en el lugar de donde vienen: la esperanza de que ojalá alguien quiera explotarlos mucho, sin pausa, sin descanso; bajo el sol, la lluvia o la nieve, es decir con calor o con frío, de día o de noche pero que se fijen en ellos, que valoren lo único que tienen, sus manos, la fuerza de sus brazos mal alimentados, el tesón por aferrarse a la vida y lo poco que gastan en la sobrevivencia. El “sueño americano” de los pobres, sueño de mandar $200, $300 a fin de mes para construir la casa; que los hijos vayan a la escuela; para celebrar el cumpleaños número uno de la más pequeña de todos los que se quedaron, a la que no verán crecer, transformarse en niña y luego en adolescente; en mujer cuyo esposo e hijos (tal vez ella misma) partan también como aves migratorias que buscan sobrevivir a lo áspero del medio ambiente.
72 pares de ojos abiertos que nos miran desde el desierto.

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